El bosque ya no era bosque. No en el sentido que Elia conocía.
Había cruzado raíces, túneles de sombra y claros que hablaban en viento. El trayecto hacia el Claro Espejado no tenía forma fija, y cuanto más avanzaba, más cambiaban los caminos tras ella. Los árboles se curvaban sutilmente, como si la observaran sin moverse. Las hojas no crujían bajo sus pasos.
Era como si la tierra no quisiera delatarla.
Llevaba horas caminando cuando sintió que el aire se volvía más liviano. No por falta de gravedad, sino porque algo invisible comenzaba a retirarse. El bosque cedía.
O la invitaba a cruzar el umbral.
Una brisa le rozó la mejilla. No era viento. Era una caricia. Un llamado.
Elia siguió ese susurro hasta un claro circular rodeado de piedras hundidas. En el centro, una laguna inmóvil reflejaba el cielo… pero no el que tenía sobre su cabeza.
Las estrellas eran otras.
Y la luna era doble.
Se acercó despacio. El agua no tenía olor ni movimiento. No era agua.
Era memoria.
El Claro Espejado.
El