Elia pasó el día sintiéndose como un animal enjaulado. Nada parecía encajar. No la ropa que llevaba puesta, no las paredes de la casa de Lena, ni siquiera su propio cuerpo. Cada vez que respiraba, sentía el aire más denso, más cargado de algo invisible que la seguía a donde fuera.
El Velo.
Ya no era una idea abstracta. Era una presencia viva que se tensaba como una cuerda a punto de romperse.
Por la tarde, se dirigió al claro por su cuenta. Lena no se opuso. Solo la miró con esa mezcla de advertencia y orgullo silencioso que tanto la caracterizaba.
El bosque la recibió con un murmullo extraño. Las hojas crujían sin viento. Las ramas se mecían como si susurraran entre sí. Y el claro… el claro ya no era igual. Las piedras parecían más viejas. El círculo, más cerrado. El aire, más pesado.
Se sentó en el centro, cerró los ojos y dejó que el silencio la empapara. Su marca palpitaba. El fuego lunar dormía bajo su piel, pero esperaba algo. Una chispa. Una orden.
—¿Por qué tengo miedo si no e