El claro aún contenía el eco del último canto. No era un sonido audible, sino un temblor en el aire, en la corteza, en la piel misma. Elia permanecía en el centro, no como figura central, sino como punto de transición. No era el ojo visible de la espiral, sino su latido. Frente a ella, la flor blanca seguía suspendida en su lógica imposible, leve, viva, sin peso. No flotaba por magia: flotaba por pertenencia.
Riven avanzó lentamente, con los brazos colgando, las palmas abiertas. No hablaba, pero todo en su gesto decía: Estoy aquí, no para liderar, sino para recordar. Al llegar junto a Elia, se arrodilló. No como acto de sumisión, sino como quien se inclina ante una puerta sagrada que se abre desde dentro. Ambos permanecieron en silencio. Pero era un silencio fértil, lleno de raíces cruzadas.
Del borde del claro, surgieron nuevas figuras. No eran rostros conocidos, ni del todo desconocidos. Traían en la piel las huellas del mismo eco: el que había salido del bosque siglos atrás y, al f