Início / Hombre lobo / LUNA DE SANGRE Y CENIZA / Capítulo 5: Ecos bajo la piel
Capítulo 5: Ecos bajo la piel

Elia no durmió esa noche. La palabra escrita en su ventana —“Corre”— se había incrustado en su mente como una astilla invisible. No sabía si era una amenaza, una advertencia… o un recuerdo. Lo que sí sabía era que algo la observaba. Algo más antiguo que el miedo.

Apenas el cielo comenzó a clarear, bajó a la cocina. Lena ya estaba despierta. No la sorprendió. Parecía que su tía nunca dormía, como si los sueños fueran un lujo para quienes cargaban secretos.

—Alguien estuvo aquí —dijo Elia sin rodeos.

Lena asintió lentamente, removiendo una infusión oscura en una olla de hierro.

—No todos quieren que despiertes, Elia. Algunos prefieren que nunca recuerdes lo que eres.

—Entonces dímelo. De una vez.

Lena se giró y la miró a los ojos.

—Eres un eco. Una reverberación viva de una historia que se intentó borrar. Y esa historia lleva tu nombre… aunque aún no sepas cómo pronunciarlo completo.

Ese día, el entrenamiento fue distinto. Lena no la llevó al claro, sino a lo más profundo del bosque, hasta un lago oculto entre rocas cubiertas de musgo. Allí, la hizo sentarse sobre una piedra plana frente al agua.

—Hoy no entrenarás a controlar tus habilidades —dijo—. Hoy aprenderás a escucharlas.

Elia frunció el ceño, confundida.

—¿Escucharlas?

—Cada habilidad que posees tiene una voz, un latido, un modo de hablarte. Has usado la Voz de Sangre, el Fuego Lunar… pero aún no los comprendes. Para entenderlos, primero debes callarte por dentro.

Elia cerró los ojos. Respiró hondo. Escuchó el agua. Los árboles. Su propia sangre corriendo. Y entonces, algo vibró en su marca.

Primero un ardor leve. Luego, una presión suave pero insistente, como si su piel quisiera abrirse. Pero esta vez no era dolor.

Era una llamada.

Nombre… llama… luna… fuego… sangre… volver…

Las palabras no llegaban como pensamientos. Eran pulsos, casi como un eco en otra lengua, otra dimensión. Elia no luchó. Se rindió al flujo. Y cuando abrió los ojos, una pequeña llama azul danzaba sobre su palma.

No ardía. No temblaba. Solo existía.

—Está viva —susurró Lena.

Elia la miró, atónita.

—¿Esto es magia?

—No, Elia. Es memoria. Lo que arde en ti es la historia de todas las que vinieron antes.

—¿Entonces por qué ahora? ¿Por qué yo?

Lena se sentó a su lado. Por un momento, pareció más cansada que de costumbre.

—Porque el ciclo vuelve. Y porque tú estás comprendiendo. Las habilidades no se miden por poder, sino por conexión. Cuanto más entiendes lo que eres… más se revela lo que puedes hacer.

Lena tomó un trozo de corteza y dibujó con carbón cinco palabras en vertical. A su lado, un pequeño símbolo: una luna en diferentes fases.

Latente – la habilidad existe, pero duerme en sueños e impulsos.

Instintiva – se activa en la emoción, sin control.

Consciente – puedes llamarla. Usarla. Comprenderla.

Amplificada – la adaptas, la unes a otras.

Maestra – tú y la habilidad son uno. Puedes enseñarla. Transformarla.

—Y cada etapa —dijo Lena, cerrando el puño con suavidad— se alcanza no con fuerza, sino con verdad.

Al volver a casa, Lena le entregó un pequeño paquete envuelto en lino y atado con cordel.

—Ábrelo cuando estés sola.

Esa noche, en su habitación, Elia lo desplegó con cuidado. Dentro había un relicario de cuero agrietado por los años. En su interior, una cadena con una piedra lunar partida en dos, como si alguna vez hubiese sido compartida.

Y una nota, escrita con tinta desvanecida:

“Tú serás el puente. No dejes que te rompan.”

La firma no era familiar. Pero su corazón la reconoció al instante.

Aenar Virel.

Su madre.

Los sueños regresaron esa noche. Pero ya no como fragmentos.

Vio a la loba blanca correr por el bosque bajo una luna escarlata. Vio cómo el cielo se partía en dos. Vio una torre de piedra colapsar entre llamas.

Y al final, vio a Riven. De pie, cubierto de barro y sangre, con los ojos dorados fijos en ella.

Están viniendo —dijo con voz ronca—. Y esta vez… no solo por ti.

Elia se despertó sobresaltada, con la respiración agitada.

La marca en su hombro ardía como brasa viva.

Y supo, con una certeza absoluta, que el tiempo se había acabado.

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