El amanecer no rompió el silencio. Lo afinó. Una bruma espesa cubría el claro, no como obstáculo, sino como velo ceremonial. Elia se despertó antes de que cualquier sonido humano interrumpiera esa quietud. Sentía una presión en el esternón, no dolorosa, pero persistente. Como si algo dentro de su pecho insistiera en girar. Era como si una espiral sellada bajo su esternón pidiera alinearse con otra más antigua, bajo tierra. Una cerradura viva, buscando su eco. No era ansiedad. Era preparación.
Riven ya estaba de pie, como si hubiera sabido que ese día no se iniciaba con palabras. La miró, asintió sin hablar y caminó junto a ella hacia el sendero que llevaba a la zona más profunda del bosque. Donde ni siquiera los ancianos habían entrado desde los rituales más antiguos.
La humedad tenía un sabor mineral. El aire se espesaba al nivel del ombligo, como si sólo el vientre pudiera entenderlo. Y en cada rama, una pausa. Como si todo esperara sin respirar. La tierra allí olía distinto. Más hú