El sendero se revelaba claro, pero no recto. Como si lo caminara no la vista, sino la memoria de la planta del pie. Serpenteaba como si siguiera el recuerdo de un río seco, de un animal antiguo, de un lenguaje no hablado. Elia no lideraba el paso: era conducida por la memoria del suelo. Cada curva parecía obedecer a una lógica profunda, escrita con raíces. A su alrededor, nadie hablaba. No por solemnidad, sino porque el cuerpo ya no necesitaba palabras para entender. El canto de días pasados se había hecho sustancia.
Al llegar a un claro amplio, abierto como una palma extendida hacia el cielo, Elia se detuvo. Allí no había altar. No había piedra, símbolo ni figura. Solo tierra limpia, suave, recién agitada, como si alguien la hubiera arado con suspiros. La brisa no movía las ramas. Era el silencio más puro que se podía recibir: no el de la ausencia, sino el de la escucha.
Inari fue la primera en entrar al centro. Llevaba una pequeña vasija de barro oscuro, y en su interior, tres semil