El canto no comenzó con voces. Comenzó con una vibración en el suelo. Elia, sentada sobre una piedra cubierta de líquenes, sintió el primer pulso como un tambor contenido en la médula. Bajo su cuerpo, la piedra latía. No como un corazón, sino como un tambor olvidado. Y la piel de Elia —ya sin miedo, ya sin velo— escuchaba. No fue sorpresa: era reconocimiento. El bosque no traía algo nuevo. Traía algo que siempre estuvo, esperando garganta.
Alrededor del claro se habían reunido no solo los del linaje, sino otros. No clanes, no tribus, no consejos. Individuos con marcas que hablaban en voz baja. Piel cubierta de ceniza ritual, brazaletes tejidos con cables antiguos, aromas de madera quemada o hierro húmedo. No eran clanes. Eran sobrevivencias. Algunos traían lenguas muertas tatuadas en los brazos. Otros, cicatrices en forma de rayo. Todos, una historia. Nadie había sido llamado, pero todos sabían que ése era el día. Y ese lugar.
Fael fue el primero en levantarse. Sin decir palabra, come