Início / Hombre lobo / LUNA DE SANGRE Y CENIZA / Capítulo 2: El claro y la marca
Capítulo 2: El claro y la marca

Elia despertó con la sensación de haber dormido dentro de una tormenta.

El aire en la habitación estaba denso, cargado de humedad y una fragancia extraña: tierra mojada con un matiz metálico, como si la lluvia hubiera arrastrado algo oculto desde el subsuelo. No recordaba haber soñado, pero su cuerpo entero temblaba con un sobresalto que no podía explicar.

Al apartar las sábanas, notó algo distinto. La cicatriz que siempre había llevado en el hombro —una línea delgada y apenas visible desde niña— ahora se había inflamado. Era más oscura, como si palpitara.

La tocó con la yema de los dedos y sintió un latido. No propio. Uno ajeno. Como si algo más viviera en su piel, un susurro contenido en la carne.

Bajó a la cocina. Lena la esperaba con dos tazas de un líquido humeante color ámbar. No era café. No era té. Sabía a algo más profundo, casi como morder el bosque.

—Te llevaré al claro. Hoy, antes de que anochezca —dijo, sin mirarla.

Elia asintió sin preguntar. Ya no buscaba respuestas. Quería entender lo que su cuerpo le estaba gritando desde adentro, lo que su sangre comenzaba a recordar.

El camino hasta el claro fue largo y serpenteante. Lena no hablaba. A veces murmuraba cosas en un idioma que Elia no conocía, pero que sentía vibrar en la sangre. Como si su cuerpo, antes que su mente, reconociera esas palabras como parte de algo perdido. Algo suyo.

Cuando llegaron, el cielo comenzaba a oscurecerse. El claro era más grande de lo que Elia había imaginado. Un círculo perfecto de hierba alta y ondulante, rodeado por árboles que parecían inclinarse hacia el centro, como si escucharan un secreto antiguo.

Y en el centro: las piedras.

Once rocas, dispuestas en círculo. Cada una con símbolos tallados. Algunas estaban partidas, otras cubiertas de musgo, pero todas exudaban una energía que hacía cosquillas en el estómago, como un campo eléctrico cargado de memorias.

—Aquí comenzó todo —dijo Lena—. Aquí fue donde la Luna habló por primera vez.

Elia frunció el ceño.

—¿Habló?

Lena no respondió. Solo extendió una mano y la llevó hasta una de las piedras.

Cuando Elia la tocó, el mundo se disolvió.

No vio imágenes. No oyó sonidos. Sintió.

Viento cortante. Garras. Aullidos que nacían desde dentro. Llamas que no quemaban, pero iluminaban recuerdos que no eran suyos. Un bosque envuelto en guerra. Una loba de pelaje blanco atravesando el fuego.

Y unos ojos. Los mismos ojos dorados. Pero no de Riven. De otra criatura más antigua. Más sabia. Más salvaje.

Cuando Elia soltó la piedra, estaba de rodillas. Jadeaba como si hubiera corrido durante horas. Tenía las manos temblorosas y los ojos llenos de lágrimas que no sabía de dónde venían.

—Estás empezando a recordar —murmuró Lena—. Y eso significa que ellos también te han sentido.

—¿Ellos?

Un crujido entre los árboles interrumpió su pregunta. Elia se levantó de golpe, el corazón martillando contra las costillas. Algo se movía en la línea de sombra que separaba el claro del bosque.

Y entonces, apareció.

Riven.

Vestía igual que la noche anterior: camisa oscura, botas cubiertas de barro, chaqueta de cuero gastada. Pero sus ojos... ahora brillaban con una intensidad que parecía emitir luz propia. Como brasas vivas. Como promesas sin nombre.

—No deberías estar aquí —dijo, repitiendo la frase que le había dicho la noche anterior.

—Entonces dime por qué lo estoy —replicó Elia, más con el corazón que con la voz. Algo en él la provocaba, la desafiaba. Y la llamaba.

Él dio un paso adelante. Los árboles se movieron detrás de él como si se hicieran a un lado para dejarlo pasar.

—Porque el claro te reconoció. Porque la marca despertó. Porque tu sangre no es solo humana.

Elia sintió cómo esas palabras se le clavaban por dentro, una por una. No como una amenaza, sino como una verdad inevitable.

—¿Y qué soy entonces?

—El principio de algo —respondió—. O el final.

Su voz tenía el peso de los siglos. Y sin embargo, al mirarla, no parecía un extraño. Parecía alguien que la conocía desde siempre.

Antes de que pudiera hacer otra pregunta, Riven se giró. Una figura más pequeña apareció a su lado.

Otro joven.

De cabello castaño claro y ojos azules como el hielo. Lo miraba todo como si calculara cada ángulo, cada palabra que no se decía.

—¿Quién es ella? —preguntó.

—La que no debería estar viva —respondió Riven.

Y desaparecieron entre los árboles.

Elia no supo qué le dolía más: el frío repentino que dejó su partida o la certeza de que, desde ese momento, el mundo ya no le pertenecía. Había cruzado un umbral.

Y no había vuelta atrás.

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