Mundo ficciónIniciar sesiónAna Paula lleva diez años casada con Julián, un hombre que a simple vista es el esposo perfecto: exitoso, atento y con una vida aparentemente estable junto a ella. Pero todo cambia una noche, cuando regresa a casa y encuentra una nota en su automóvil que dice: "Él no es quien dice ser. Y tú tampoco." Al principio cree que se trata de una broma, hasta que las notas se vuelven más personales y comienzan a revelar secretos que ella juraba haber enterrado para siempre. Mientras duda de Julián, también debe enfrentarse a su propio pasado, aquel que la persigue con fuerza y que había intentado borrar al casarse. El miedo se mezcla con la obsesión cuando Ana Paula descubre que alguien la sigue… alguien que parece conocer cada rincón de su vida, cada decisión, cada mentira. En medio de esta red de engaños, aparece Sebastián, un viejo conocido que le ofrece ayuda. Pero confiar en él significaría abrir heridas que nunca cerraron. Entre el amor, la traición y las medias verdades, Ana Paula tendrá que descubrir quién está detrás de esas advertencias… antes de que sea demasiado tarde.
Leer másEl espejo no mentía.
Pero la mujer reflejada allí parecía otra: sus ojos estaban cargados de dudas, sus manos temblaban apenas al sostener el tubo de maquillaje y, en lo más profundo, un presentimiento incómodo se aferraba a su pecho.
Sacudí la cabeza, como quien espanta un mal pensamiento, y tomé mi bolso. Tenía que llegar al trabajo antes de las nueve. Julián ya se había ido desde temprano, impecable en su traje azul marino, dejándome un beso rápido en la frente y ese aroma caro de su loción que tanto me gustaba. Siempre tan perfecto. Siempre tan intachable.
Al salir del estacionamiento del edificio, lo vi.
Fruncí el ceño. No recordaba haber dejado nada allí. Miré alrededor con desconfianza, pero la calle estaba vacía, apenas unos perros ladraban a lo lejos. Con el corazón acelerado, lo tomé entre mis manos. No tenía remitente, ni dirección. Solo letras recortadas de una revista, pegadas de forma irregular sobre la hoja:
“Él no es quien dice ser. Y tú tampoco.”
Sentí cómo la sangre se me helaba en las venas.
El papel cayó al suelo, resbalando sobre la punta de mis tacones.
Recogí la nota con torpeza, doblándola una y otra vez como si pudiera deshacer las palabras. Traté de convencerme de que era una broma de mal gusto, tal vez un vecino aburrido o un adolescente travieso. Pero dentro de mí lo sabía: esas frases tenían un peso demasiado personal, demasiado certero para ser una casualidad.
Encendí el coche, pero mis manos no dejaban de sudar. Todo el camino al trabajo, las palabras me taladraron la mente.
Él no es quien dice ser.
Tragué saliva. Había cosas de mi pasado que nunca había compartido con nadie. Ni siquiera con él. Secretos que había enterrado con tanto esfuerzo, convencida de que el tiempo podía silenciarlos.
Al llegar a la oficina, saludé a mis compañeros con la sonrisa más convincente que pude fabricar. Nadie notó mi desasosiego. Eso me dio un respiro… hasta que, en medio de la tarde, el celular vibró sobre mi escritorio. Un número desconocido. Dudé en contestar, pero el instinto pudo más.
—¿Hola? —susurré, esperando oír una voz.
Silencio.
—¿Quién es? —pregunté, con la garganta seca.
Clic.
Un escalofrío recorrió mi espalda. No podía ser coincidencia. No después de la nota. No después de esas palabras que todavía ardían en mi cabeza.
Me recargué en la silla, cerrando los ojos, intentando ordenar mis pensamientos. Tal vez debía contárselo a Julián… pero algo me lo impidió.
No. No podía arriesgarme todavía.
Esa noche, cuando llegué a casa, Julián ya estaba allí. Me esperaba en la cocina, preparando la cena como si nada hubiera ocurrido. Su sonrisa era cálida, sus movimientos precisos, como siempre. Un esposo perfecto.
—Amor, ¿cómo estuvo tu día? —preguntó, acercándose para besarme la mejilla.
Lo miré.
Tragué saliva y fingí una sonrisa.
—Bien… —mentí.
Mientras él servía la pasta en la mesa, yo mantenía la nota oculta en mi bolso, ardiendo contra mi costado como una bomba a punto de estallar.
No sabía si temer más por lo que él me ocultaba… o por lo que alguien había descubierto de mí.
Y entonces lo entendí: ese era apenas el inicio.
“Las mentiras tienen eco… y el mío acababa de comenzar a gritar.”El despacho de Julián estaba en penumbras, iluminado solo por la lámpara de su escritorio. El cristal del ventanal reflejaba la ciudad como un tablero donde cada luz era una ficha.Clara entró sin anunciarse, con el andar felino de quien se sabe indispensable. Su perfume llenó el aire antes que su voz. —¿Me mandaste llamar?Julián levantó la vista de los documentos que fingía leer. Sus ojos brillaban con un fulgor contenido. —Explícame por qué Ana sigue libre.Ella arqueó una ceja, divertida. —¿Libre? Apenas sobrevivió a tu pequeño espectáculo de anoche. Creí que querías que se asustara, no que terminara en la morgue.Julián se puso de pie de golpe. Su sombra la envolvió como un muro. —No te pago para que interpretes mis intenciones.Clara no retrocedió. Tomó asiento frente al escritorio, cruzó la pierna y lo miró con una sonrisa irónica. —Oh, vamos, Julián. Sé leer entre líneas. Y también sé que en el fondo no quieres verla muerta. Lo que quieres es recuperarla.El golpe seco de
La noche cayó pesada sobre el apartamento. Sebastián había reforzado las cerraduras y dejado su pistola sobre la mesa de centro, como una advertencia muda. Yo intentaba leer, pero las palabras se deshacían frente a mis ojos.Cada sombra me parecía un acecho. Cada crujido del edificio, una amenaza.—Relájate —dijo Sebastián desde la ventana, vigilando la calle—. Aquí no pueden entrar.Quise creerle. Lo intenté. Pero mi corazón llevaba horas en alerta.Un estruendo rompió la calma. La puerta fue golpeada con violencia, la cerradura retorciéndose bajo una fuerza bruta. Salté de la silla, ahogada en un grito.—¡Sebastián!Él ya estaba en movimiento. Tomó el arma y me empujó hacia la pared. —¡Atrás de mí!El segundo golpe arrancó la puerta de sus bisagras. Tres hombres encapuchados irrumpieron, con armas cortas brillando bajo la luz tenue.—¡Al suelo! —gritó uno.Yo retrocedí temblando. Sebastián levantó su pistola, sin titubear.—Un paso más, y no saldrán caminando.El primero de los hom
La llamada llegó entrada la tarde, desde un número privado. Por instinto, casi la rechacé, pero algo dentro de mí me obligó a contestar.—Ana… —la voz de Julián llenó mis oídos como un veneno dulce—. Al fin.Tragué saliva. —No tienes derecho a buscarme.Él rió suavemente, esa risa que antes confundía con encanto. —Soy tu esposo. Claro que tengo derecho. Y más aún cuando estás a punto de arruinar tu vida.—No me llames así —dije, apretando la mandíbula—. Ya no soy tuya.Hubo un silencio pesado, luego su tono cambió: menos amable, más frío. —Entonces dímelo en la cara.Dos horas después, lo tuve frente a mí. Sebastián me había advertido que no era seguro, pero necesitaba verlo. Necesitaba cerrar un círculo. Nos citamos en un restaurante vacío, a puerta cerrada.Julián estaba impecable: traje gris, corbata perfecta, el reloj caro brillando en su muñeca. Pero sus ojos… sus ojos ardían de celos y furia.—Estás más delgada —dijo, mirándome como quien evalúa una pieza—. ¿Es eso lo que él
El sonido de mi nombre en la televisión me heló la sangre. Estábamos desayunando en el apartamento, un silencio cómodo después de la tormenta de la noche anterior, cuando Sebastián encendió la pantalla para vigilar las noticias.La imagen apareció: Julián, impecable como siempre, traje a medida, voz firme. Frente a las cámaras, parecía más un héroe que un villano.—Es doloroso —decía—, pero mi esposa, Ana Paula Valverde, ha sido manipulada. Personas sin escrúpulos la han utilizado para manchar mi nombre y robar documentos confidenciales. Ella siempre fue una mujer noble, dedicada… pero cayó en malas manos.El veneno estaba en cada palabra. No me acusaba directamente; me pintaba como una víctima frágil, una esposa confundida. Y detrás de esa máscara de dolor, lo vi: celos. Una furia disfrazada de ternura.—La amo —continuó, con voz quebrada—. Y haré lo que sea necesario para traerla de vuelta, para protegerla de quienes la rodean.Las cámaras capturaron su mirada dolida, la del esposo
El apartamento donde nos refugiamos esa noche era pequeño, apenas amueblado. Una mesa de madera gastada, un sofá con el tapiz descolorido y una cama que parecía demasiado grande para tanto silencio.Sebastián dejó las llaves sobre la mesa y se quitó la chaqueta sin mirarme. Su sombra se proyectaba contra la pared, imponente, inalcanzable. Yo lo observaba desde la puerta, abrazándome a mí misma.El nombre de Lucía seguía golpeando mi mente como un eco. Y aun así, mi cuerpo recordaba cada roce de horas atrás, cada beso que había abierto una puerta que no quería volver a cerrar.—No tienes que quedarte —dijo de pronto, con voz grave—. Si dudas tanto de mí, puedo llevarte a otro sitio.Me dolió escucharlo, como si me arrancara algo que ya me pertenecía. —No es eso —respondí, apenas un susurro—. No dudo de lo que siento. Dudo de lo que escondes.Sebastián levantó la cabeza. Sus ojos estaban oscuros, pero no había ira en ellos, sino cansancio. Caminó hacia mí despacio, como si temiera asus
El coche devoraba kilómetros de carretera, pero el silencio dentro era más ensordecedor que el rugido del motor. Yo tenía las manos entrelazadas sobre el regazo, tan frías que parecía que no me pertenecían.—Sebastián… —repetí, más firme esta vez—. ¿Quién es Lucía?No giró la cabeza. Sus ojos estaban clavados en el camino, como si las líneas blancas pudieran salvarlo de responder.—No importa —dijo al fin, su voz baja, cortante—. Es pasado.Mi corazón dio un salto incómodo.—Pasado o no, Clara no lo mencionó al azar. Quiero saber.—No, Ana. No quieres —replicó, encendiendo otro cigarrillo con manos tensas—. Hay cosas que te harían dudar incluso de lo que acabamos de vivir.Lo miré incrédula.—¿Y no es peor dejarme con la duda?Sebastián soltó una risa amarga, casi ronca.—La duda es un veneno lento. La verdad es un disparo. ¿Cuál prefieres?Me quedé en silencio, con la garganta seca. Odiaba reconocerlo, pero sus palabras tenían filo. Parte de mí quería gritar que me diera la verdad de
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