El espejo no mentía.
Pero la mujer reflejada allí parecía otra: sus ojos estaban cargados de dudas, sus manos temblaban apenas al sostener el tubo de maquillaje y, en lo más profundo, un presentimiento incómodo se aferraba a su pecho.
Sacudí la cabeza, como quien espanta un mal pensamiento, y tomé mi bolso. Tenía que llegar al trabajo antes de las nueve. Julián ya se había ido desde temprano, impecable en su traje azul marino, dejándome un beso rápido en la frente y ese aroma caro de su loción que tanto me gustaba. Siempre tan perfecto. Siempre tan intachable.
Al salir del estacionamiento del edificio, lo vi.
Fruncí el ceño. No recordaba haber dejado nada allí. Miré alrededor con desconfianza, pero la calle estaba vacía, apenas unos perros ladraban a lo lejos. Con el corazón acelerado, lo tomé entre mis manos. No tenía remitente, ni dirección. Solo letras recortadas de una revista, pegadas de forma irregular sobre la hoja:
“Él no es quien dice ser. Y tú tampoco.”
Sentí cómo la sangre se me helaba en las venas.
El papel cayó al suelo, resbalando sobre la punta de mis tacones.
Recogí la nota con torpeza, doblándola una y otra vez como si pudiera deshacer las palabras. Traté de convencerme de que era una broma de mal gusto, tal vez un vecino aburrido o un adolescente travieso. Pero dentro de mí lo sabía: esas frases tenían un peso demasiado personal, demasiado certero para ser una casualidad.
Encendí el coche, pero mis manos no dejaban de sudar. Todo el camino al trabajo, las palabras me taladraron la mente.
Él no es quien dice ser.
Tragué saliva. Había cosas de mi pasado que nunca había compartido con nadie. Ni siquiera con él. Secretos que había enterrado con tanto esfuerzo, convencida de que el tiempo podía silenciarlos.
Al llegar a la oficina, saludé a mis compañeros con la sonrisa más convincente que pude fabricar. Nadie notó mi desasosiego. Eso me dio un respiro… hasta que, en medio de la tarde, el celular vibró sobre mi escritorio. Un número desconocido. Dudé en contestar, pero el instinto pudo más.
—¿Hola? —susurré, esperando oír una voz.
Silencio.
—¿Quién es? —pregunté, con la garganta seca.
Clic.
Un escalofrío recorrió mi espalda. No podía ser coincidencia. No después de la nota. No después de esas palabras que todavía ardían en mi cabeza.
Me recargué en la silla, cerrando los ojos, intentando ordenar mis pensamientos. Tal vez debía contárselo a Julián… pero algo me lo impidió.
No. No podía arriesgarme todavía.
Esa noche, cuando llegué a casa, Julián ya estaba allí. Me esperaba en la cocina, preparando la cena como si nada hubiera ocurrido. Su sonrisa era cálida, sus movimientos precisos, como siempre. Un esposo perfecto.
—Amor, ¿cómo estuvo tu día? —preguntó, acercándose para besarme la mejilla.
Lo miré.
Tragué saliva y fingí una sonrisa.
—Bien… —mentí.
Mientras él servía la pasta en la mesa, yo mantenía la nota oculta en mi bolso, ardiendo contra mi costado como una bomba a punto de estallar.
No sabía si temer más por lo que él me ocultaba… o por lo que alguien había descubierto de mí.
Y entonces lo entendí: ese era apenas el inicio.
“Las mentiras tienen eco… y el mío acababa de comenzar a gritar.”