La llamada llegó entrada la tarde, desde un número privado. Por instinto, casi la rechacé, pero algo dentro de mí me obligó a contestar.
—Ana… —la voz de Julián llenó mis oídos como un veneno dulce—. Al fin.
Tragué saliva.
—No tienes derecho a buscarme.
Él rió suavemente, esa risa que antes confundía con encanto.
—Soy tu esposo. Claro que tengo derecho. Y más aún cuando estás a punto de arruinar tu vida.
—No me llames así —dije, apretando la mandíbula—. Ya no soy tuya.
Hubo un silencio pesado, luego su tono cambió: menos amable, más frío.
—Entonces dímelo en la cara.
Dos horas después, lo tuve frente a mí. Sebastián me había advertido que no era seguro, pero necesitaba verlo. Necesitaba cerrar un círculo. Nos citamos en un restaurante vacío, a puerta cerrada.
Julián estaba impecable: traje gris, corbata perfecta, el reloj caro brillando en su muñeca. Pero sus ojos… sus ojos ardían de celos y furia.
—Estás más delgada —dijo, mirándome como quien evalúa una pieza—. ¿Es eso lo que él