No podía apartar la vista de él.
—¿Qué haces aquí? —pregunté con un hilo de voz.
Su sonrisa apenas se curvó, sin alcanzar los ojos.
Tragué saliva. No entendía sus palabras, ni por qué había reaparecido justo ahora, cuando mi mundo comenzaba a resquebrajarse.
—No deberías estar aquí, Sebastián. —Intenté cerrar la puerta, pero él la detuvo con la mano. Su toque fue firme, aunque no violento.
—No he venido a lastimarte, Ana. Solo a recordarte que los secretos no mueren por mucho que intentes enterrarlos.
Sus palabras fueron un golpe directo. Nadie, salvo él, conocía la parte de mi vida que había ocultado incluso de Julián. Nadie… y, sin embargo, alguien más estaba dejando notas y mensajes.
—¿Eres tú el que me envía esas cosas? —disparé, con la voz temblorosa.
Por un instante sus ojos brillaron con algo que no supe descifrar.
Ese era Sebastián: un hombre que hablaba en acertijos, que nunca decía todo, que sabía cómo enredar mis pensamientos hasta hacerme dudar de lo evidente.
—No quiero tus juegos —susurré, apretando la puerta—. Mi vida es distinta ahora. Estoy casada.
Él soltó una risa breve, seca.
Mi corazón se detuvo.
Sebastián inclinó el rostro hacia mí, lo suficiente para que su voz se convirtiera en un murmullo:
Retrocedí, tambaleante. El suelo se me hizo inestable, como si todo el edificio pudiera derrumbarse.
—No te creo —dije, aunque mi tono carecía de convicción.
Él me sostuvo la mirada, intenso, indescifrable.
La frase me heló.
El silencio se volvió insoportable. Sebastián dio un paso atrás y metió las manos en los bolsillos de su chaqueta.
La ambigüedad en su voz era peor que cualquier amenaza.
Me atreví a mirar por el pasillo. Estaba vacío, salvo por él. Nadie más, ninguna otra sombra. Y, sin embargo, el miedo persistía.
—Vete —logré decir, aunque más parecía un ruego.
Por un segundo, pensé que lo haría. Pero antes de girarse, me lanzó una última advertencia:
La puerta se cerró de golpe entre nosotros. Apoyé la frente contra la madera, temblando. Sus palabras eran dagas que se hundían lento, sin remedio.
Mi celular vibró en el bolso. Con las manos sudorosas lo saqué. Una llamada entrante. Julián.
Lo observé titubear en la pantalla iluminada, mientras mi corazón latía desbocado.
¿Le contaba que Sebastián estaba aquí, que lo había visto, que me hablaba de peligros ocultos?
El teléfono seguía sonando, y sonando de manera implacable, mientras yo me debatía entre el miedo y la verdad.