El teléfono seguía sonando cuando cerré la puerta tras Sebastián. El eco de su voz aún vibraba en mis costillas. Respiré hondo, miré la pantalla y contesté.
—¿Ana? —Julián sonaba amable, como siempre—. Llegaré tarde. La reunión se movió a otro lugar.
Intenté acomodar la voz para que no se notara el temblor.
—¿A qué lugar?
Un breve silencio; al fondo se oían risas, platos, un tintinear de copas. No era una sala de juntas.
—Un bar cerca de la oficina —dijo por fin—. Cosas de último minuto.
La explicación llegó pulcra, doblada en tres, como sus camisas. Colgué con un “cuídate”, pero me quedé sosteniendo el teléfono un segundo de más, como si pudiera exprimirle la verdad con la mirada.
Me duché para borrar la sensación pegajosa del miedo. Aun con el agua cayendo sobre mi cabeza, escuché los latidos en los oídos: No soy tu enemigo… pero tampoco tu salvación. Las palabras de Sebastián se incrustaban como astillas. Al salir, fui por mi bolso. Quise guardar el sobre con la nota en el compartimiento interior, ese que casi nunca uso. Al abrir el cierre, mi estómago se encogió.
Había otro papel.
Estaba doblado en cuatro, metido tan al fondo que tuve que pellizcarlo con las uñas. La misma caligrafía limpia, inclinada. La misma tinta negra.
“Deja de buscar donde no debes. No podrás con las dos verdades.”
Se me heló la espalda. ¿Cuándo lo habían puesto ahí? El bolso no se separaba de mí salvo cuando dormía. O cuando alguien más estaba en casa.
Caminé por el departamento, apagando luces que ya estaban apagadas. Toqué el pestillo dos veces, tres. Revisé ventanas. Nada forzado. Nada fuera de lugar, salvo mi respiración.
A las once y cuarto, la puerta se abrió con la llave conocida. Julián entró con el saco en el antebrazo y esa sonrisa de catálogo que a veces me parecía una careta.
—Perdón por la hora —dijo—. Se alargó todo.
Lo abracé por inercia y percibí un perfume dulce que no era mío. No era su loción tampoco. Era… otro rastro. Otro lenguaje.
—¿Con quién estabas? —pregunté, y mi voz salió más fría de lo que planeé.
—Con clientes, amor. —Dejó las llaves en el bol de la entrada—. ¿Cenaste?
Asentí, aunque no recordaba si lo había hecho. Fui a la cocina por agua para no mirarlo a los ojos. Cuando regresé, él estaba desanudándose la corbata. Dejó el saco sobre la silla. Esperé a que entrara al baño. Apenas escuché el agua de la regadera, el impulso me arrastró. Metí la mano en el bolsillo interno del saco.
Encontré un recibo.
Restaurante Terraza Luar. Mesa 12. 20:47. Dos copas de vino. Un postre. Firma ilegible.
“Bar cerca de la oficina.” Aprisioné el papel con los dedos hasta que crujió.
Dejé el recibo exactamente donde estaba y regresé al sofá. Me obligué a mirar el techo, a contar rayas de pintura, a no escuchar el agua. Cuando Julián salió, traía otra camisa. El cabello húmedo le caía ordenado, como si incluso las gotas supieran su sitio.
—¿Todo bien? —preguntó.
—Sí —mentí—. ¿Cansado?
—Mucho. —Bostezó—. Mañana me voy temprano.
Se sentó a mi lado. Apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Yo traté de encontrar en su perfil alguna grieta, un rastro de culpa que delatara el doblez. No había nada. O lo escondía bien. O yo ya no sabía leerlo.
—Julián —me escuché decir—, ¿conoces a alguien que se llame… Clara?
Abrió los ojos. Un relámpago de sorpresa atravesó su iris. Fue apenas un latido, pero ahí estuvo.
—No —respondió, demasiado rápido—. ¿Por qué?
—Soñaste con ese nombre la otra noche —dije, sin mover un músculo—. Lo dijiste dormido.
Él se rió, una risa sin sonido.
—No recuerdo mis sueños, Ana. A veces digo cosas raras. Ya me conoces.
Me clavé las uñas en la palma para no enseñar el recibo, para no gritar que olía a otra. Él se puso de pie.
—Voy a adelantar unos correos. —Tomó el celular de la mesa—. Te amo.
La frase cayó entre nosotros como una moneda que no supe si valía.
Se encerró en el despacho. Caminé hasta la puerta y apoyé la oreja. Teclas. Silencio. Un murmullo apagado. Hablaba bajo. Me alejé para no escucharme a mí misma traicionándolo con mis dudas.
Dormimos espalda con espalda.
En la madrugada, una luz atravesó la habitación. Abrí los ojos: el resplandor venía del pasillo. El celular de Julián vibró sobre la consola, donde lo había dejado al salir al baño. Se iluminó con una notificación. No pude evitar leer el adelanto en la pantalla.
¿Segura de mañana? —C
Tragué saliva. La inicial me ardió en la lengua como si la hubiera dicho en voz alta. Antes de que la luz se apagara, apareció otra línea: No me dejes sola otra vez.
El teléfono volvió a vibrar. El nombre del contacto estaba guardado con un eufemismo: “Proveedor Estrella”. Caminé de puntas de regreso a la cama. Cerré los ojos, pero el sueño no vino. Vinieron, en cambio, palabras que no quería escuchar: dos verdades… enemigo bajo tu techo.
A la mañana siguiente, Julián fue un reloj. Desayunó exacto, ajustó el nudo de la corbata con un gesto ensayado, besó mi frente.
—No me esperes a comer —dijo—. Tal vez salga.
Me quedé mirando la puerta cerrarse. El silencio dejó un polvo fino que se fue acumulando sobre mis pensamientos. Tomé el bolso para ir al trabajo. Antes de salir, volví a abrir el compartimiento interior. Necesitaba comprobar que el papel estaba ahí, que no lo había inventado.
Pero ahora había dos.
El primero, el que había encontrado anoche. Y otro nuevo, más pequeño, con un doblez milimétrico.
“No preguntes por Clara.”
Cerré los ojos un segundo. Algo dentro de mí se dobló también.
El día en la oficina fue una coreografía sin música. Me moví por inercia, saludé sin registrar, respondí correos que no leí. A las cuatro, Julián me escribió: No llegaré a cenar. No me esperes. Descansa. La pantalla me devolvió mi propio rostro, pálido, ojos abiertos de par en par.
Regresé temprano. El departamento tenía esa quietud densa de los lugares que guardan un secreto. Fui a la cocina, prendí la cafetera aunque el café a esa hora me haría daño. Lo necesitaba para tener algo entre las manos.
A las nueve y diez, la puerta volvió a abrirse. Julián entró con el mismo saco de la noche anterior. Me sonrió sin enseñar los dientes.
—¿Aún despierta?
—Sí.
Fue al balcón con su celular. La costumbre de hablar conmigo desde cualquier sitio se había convertido, de pronto, en el hábito de hablar lejos. Me acerqué solo un paso. El aire nocturno traía un rumor de autos lejanos. Y de pronto, como un corte preciso, su voz.
—No me llames a esta hora —dijo bajo—. Clara, te dije que yo marco.
Sentí cómo la sangre me abandonaba las manos. El mundo se quedó sin paredes.
El nombre no lo había susurrado dormido.
Lo dijo despierto. A media voz. En mi casa. A metros de mí.