El mensaje aún brillaba en la pantalla del celular de Julián:
“Clara: te extraño. Dime cuándo podemos vernos.”
Lo apagué con un movimiento torpe, el corazón golpeándome en las costillas. Guardé el teléfono en su sitio antes de que él despertara y me quedé sentada en la orilla de la cama, con la respiración entrecortada.
Clara. Ya no era un nombre perdido en sueños. Era alguien real. Una mujer que le escribía a mi esposo con una intimidad que me desgarraba por dentro.
Me levanté y caminé por la sala como un fantasma. Mis pasos retumbaban en el silencio del departamento. No podía seguir escondiendo la foto, ni las notas, ni los mensajes que había visto. Pero tampoco podía enfrentar a Julián. No aún.
El timbre sonó de golpe, como un disparo en la madrugada.
Me sobresalté, corrí a la puerta y miré por la mirilla. Nadie.
Cuando abrí, lo encontré ahí.
Sebastián.
Apoyado en el marco, con esa mezcla de seguridad y nostalgia que lo hacía aún más perturbador.
—¿Por qué siempre apareces cuando n