El despacho de Julián estaba en penumbras, iluminado solo por la lámpara de su escritorio. El cristal del ventanal reflejaba la ciudad como un tablero donde cada luz era una ficha.
Clara entró sin anunciarse, con el andar felino de quien se sabe indispensable. Su perfume llenó el aire antes que su voz.
—¿Me mandaste llamar?
Julián levantó la vista de los documentos que fingía leer. Sus ojos brillaban con un fulgor contenido.
—Explícame por qué Ana sigue libre.
Ella arqueó una ceja, divertida.
—¿Libre? Apenas sobrevivió a tu pequeño espectáculo de anoche. Creí que querías que se asustara, no que terminara en la morgue.
Julián se puso de pie de golpe. Su sombra la envolvió como un muro.
—No te pago para que interpretes mis intenciones.
Clara no retrocedió. Tomó asiento frente al escritorio, cruzó la pierna y lo miró con una sonrisa irónica.
—Oh, vamos, Julián. Sé leer entre líneas. Y también sé que en el fondo no quieres verla muerta. Lo que quieres es recuperarla.
El golpe seco de