Sebastián estaba en mi sala como si nunca hubiera dejado de pertenecer a mi vida.
De pie, con las manos en los bolsillos y esa mirada fija que parecía atravesarme.
—¿Cómo entraste? —pregunté con un hilo de voz.
Él sonrió apenas, ladeando la cabeza.
—Digamos que las cerraduras no son tan seguras como crees.
Mi piel se erizó. No sabía si temer más por sus palabras o por la calma con la que las decía.
—No puedes irrumpir en mi casa así, Sebastián. Tengo derecho a… —mi voz se quebró, porque lo sabía: mis derechos habían dejado de importarle hace mucho.
—Tienes derecho a la verdad —me interrumpió, avanzando un paso—. ¿O prefieres seguir viviendo en una mentira?
Apreté el sobre contra mi pecho.
—¿Fuiste tú? ¿Eres el que me manda esas notas?
Sus ojos chispearon.
—Algunas. No todas.
La respuesta me desarmó.
—¿Qué… qué significa eso?
Él suspiró, caminando hacia la ventana. Apartó un poco la cortina y observó la calle, como si vigilara que nadie nos escuchara.
—Significa que no soy el úni