Mundo de ficçãoIniciar sessãoGabriela Rivera lo tenía todo: un imperio energético heredado de sus padres, un matrimonio aparentemente perfecto y una vida construida sobre la confianza ciega. Pero en una sola noche, lo perdió todo: la traición de su esposo Fernando Solano y de su mejor amiga, Carla Vidal, la arrastró al infierno de la cárcel, la humillación pública… y finalmente, la muerte. O eso creyó. Al abrir los ojos, Gabriela descubre que el destino le ha concedido una segunda oportunidad: ha regresado un año antes de su caída. Ahora, armada con el recuerdo de cada engaño, cada documento falso y cada mentira que la condenó, decide que esta vez no será víctima. Será cazadora. Pero vengarse no es sencillo cuando el enemigo comparte tu cama y sonríe frente al mundo como el esposo ejemplar. Gabriela tendrá que usar la máscara de la esposa perfecta mientras teje su propia trampa, moviendo piezas en silencio, infiltrando aliados y recolectando pruebas que, tarde o temprano, se convertirán en la ruina de Fernando y Carla. En medio de este ajedrez de sombras, un hombre irrumpe en su plan: Adrián Rojas, el socio leal de su familia y la única voz honesta que intentó salvarla en la otra vida. Su cercanía despierta en Gabriela emociones que había prometido enterrar, haciéndole enfrentar la grieta más peligrosa de todas: ¿será capaz de vengarse sin perderse a sí misma? En un mundo donde cada sonrisa oculta un veneno y cada firma puede significar una sentencia, Gabriela tendrá que decidir si el poder basta para redimirse… o si el amor puede convertirse en su arma más letal.
Ler maisEl dolor en el pecho fue tan brutal que mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Una punzada helada me atravesó hasta los huesos, como si el aire mismo se hubiera convertido en cuchillas. Mi mano se aferró al corazón con desesperación, queriendo arrancar de raíz ese fuego invisible. Sentí que me ahogaba, que mi cuerpo se contraía contra su propia piel.
Abrí los ojos de golpe, esperando la oscuridad, el silencio eterno… pero en su lugar me envolvió la luz dorada de mi sala.
Me quedé inmóvil, jadeante, con el sudor perlándome la frente. El techo blanco. Los ventanales arqueados que dejaban entrar la primera claridad del amanecer. El perfume delicado de las orquídeas que tanto cuidaba. Todo estaba intacto. Familiar. Casi demasiado perfecto, como un decorado cuidadosamente reconstruido para engañarme.
El mundo giraba como un carrusel fuera de control. Confusión. Desconcierto. Rabia en estado puro.
¿Cómo demonios estaba aquí?
Las imágenes me golpearon en oleadas desordenadas. El taxi, la lluvia fina sobre el asfalto, el olor a gasolina mezclado con tierra mojada. El conductor: un hombre de ojos apagados, voz grave y monótona, repitiendo como un verdugo resignado:
—No es personal. Tu esposo me pagó para que te eliminara. No quiere cabos sueltos.
Recordé cómo me arrastró fuera del taxi, en medio de la nada. El cañón oscuro como una boca abierta esperando devorarme. El arma apuntando directo a mi pecho. El disparo. El fuego atravesándome, desgarrando carne y memoria. El viento salvaje azotándome mientras caía. El vacío tragándome entera. El sabor metálico de la muerte.
No podía ser un sueño. El sufrimiento era demasiado real.
Me incorporé torpemente. El terciopelo suave del cojín se deslizó bajo mis dedos, demasiado tangible para ser ilusión. El mármol frío reflejaba un amanecer que parecía burlarse de mí. El tic-tac lejano del reloj partía el silencio como un bisturí. Todo estaba igual que siempre. Todo salvo yo.
Avancé descalza. Cada paso resonaba hueco, como si caminara sobre un mundo extraño que no me reconocía. Me detuve frente al calendario digital sobre la chimenea.
2 de julio.
Mi corazón se congeló.
Un año atrás.
El aire se me atascó en la garganta. No podía ser. Y sin embargo, era. Cruel, brillante, imposible. Estaba de vuelta en el tiempo.
Un año antes de la traición de Fernando.
Un año antes del juicio fraudulento y la prisión.
Un año antes del disparo.
Un año antes de mi muerte.
Y a un día del aniversario de mis padres.
El tres de julio. La fecha maldita. Recordé con precisión quirúrgica el salón de eventos del hotel más caro de Las Vegas, la música de cuerdas, las copas levantadas en memoria de Richard y Eleanor Rivera. Sonrisas hipócritas, aplausos ensayados, mientras en silencio esperaban mi caída.
El nudo en la garganta me apretó con más fuerza que cualquier soga. Mis padres. Los creadores de Ápex Energy Group. Dos visionarios que levantaron un imperio con sacrificio. Murieron en un accidente absurdo, dejándome con una herencia que nunca pedí. Tenía veintiséis años. Demasiado joven para perderlo todo. Demasiado enamorada para entender lo que significaba el poder.
Recordé las burlas en la universidad: “la niña rica que heredó una fortuna casándose con un trepador brillante”. Y era cierto. Amaba a Fernando con devoción ciega. Me hacía sentir única con una simple mirada. Le entregué mi corazón… y con él, las llaves de mi empresa.
Durante quince años creí que nuestro mayor dolor era la infertilidad. Lloramos juntos por los hijos que nunca llegaron. Yo pensaba que esa herida compartida nos unía. Qué cruel ironía: ese dolor era solo una máscara. Detrás, él escondía algo más oscuro.
Fernando me traicionaba. No solo con otra mujer, sino con ella: Carla Vidal, mi amiga de toda la vida. La mujer a la que abrí mi casa, a la que confié mis secretos. Su risa aún me taladraba la mente, como un eco envenenado.
El escándalo fue perfecto. Documentos falsificados, cuentas alteradas, millones desviados. Y yo, tan confiada, firmando cada papel, convencida de que todo estaba en orden.
Recuerdo los flashes de la prensa, el frío de las esposas cortándome las muñecas, el juicio en el que mi voz fue un murmullo ahogado. La celda húmeda. El olor metálico de la comida. El sonido de las llaves girando sin cesar. Dos meses bastaron para arrancarme el nombre, la libertad, la dignidad.
La mujer que entró en prisión murió allí, poco a poco. La que salió, con las manos ensangrentadas de tanto escarbar en la oscuridad, era otra. Más dura. Más fría. Más peligrosa.
Y cuando creí que al fin podría respirar, Fernando me dio el golpe final.
—No es personal —dijo el asesino, antes de disparar.
La caída. El viento como cuchillas. El vacío tragándome. El sabor a hierro en la boca. Recordar mi propia muerte era como tragar veneno. Y sin embargo, estaba viva.
Un año antes de todo.
¿Alucinación? ¿Milagro? ¿Un error del universo? No lo sabía. Pero sí sabía esto: no volvería a ser otra víctima.
No esta vez.
Me acerqué a la vitrina junto a la ventana. Allí, la foto de mis padres frente a su primer pozo petrolero, sonriendo con una ilusión que ya no existía. Yo, niña, aferrada a la mano de mi padre. El reflejo en el vidrio me devolvió unos ojos distintos. Ya no eran los de la heredera ingenua. Eran ojos llenos de sombras. Ojos de alguien que había muerto y regresado. Había ira. Determinación. Y debajo de todo, algo más: peligro.
La mujer que amó a Fernando quedó en el fondo de aquel cañón. La que estaba aquí ahora había renacido con un único propósito: destruirlo.
Fernando Solano. Mi marido. Mi verdugo. El hombre que en breve entraría por esa puerta con su sonrisa falsa y una taza de café, convencido de que aún tenía el control.
Sonreí con frialdad.
Tengo un año.
Un año para arrancarle la máscara.
Un año para desmantelar su imperio.
Un año para verlo caer.
Esta vez, el infierno será para él. Ahora él es una ficha en mi tablero de ajedrez.
Y yo… yo seré la jugadora que no vio venir.
Gabriela se miró en el espejo del vestidor, ajustando el vestido rojo escarlata que se ceñía a sus curvas como una segunda piel, el escote profundo revelando lo justo para intimidar. La cena con Armando era una trampa disfrazada de alianza: necesitaba su protección contra Luis, pero sabía que él quería más que negocios. Adrián la observaba desde la puerta, con los brazos cruzados, y los celos ardiendo en sus ojos.—No vayas sola —gruñó, acercándose y atrayéndola por la cintura, su aliento caliente en su cuello—. Ese bastardo te desea. Lo vi en sus ojos durante la videoconferencia.Gabriela se giró en sus brazos, su mano subiendo a su mejilla, sintiendo la aspereza de su barba incipiente bajo sus dedos. Sabía que Adrián tenía razón: Armando López no era solo un líder de cártel; era un depredador que olía la vulnerabilidad como un tiburón huele la sangre. Pero esta alianza era necesaria —protección para la mansión, para sus hijos, para Ápex en medio de la guerra con Luis Herrera y Carla
Departamento de Flor – 9:30 a.m.El sol de la mañana filtraba a través de las cortinas de lino del departamento, iluminando el salón con un brillo suave que contrastaba con la tensión palpable en el aire. Flor estaba sentada en el sofá de terciopelo gris, Valentina en su regazo, jugando con un sonajero de colores que tintineaba con cada movimiento infantil. La luna de miel en Toscana había sido un sueño idílico —viñedos infinitos bajo el sol italiano, noches apasionadas en villas rústicas, promesas renovadas al amanecer—, pero el regreso a la realidad había traído de vuelta las sombras del pasado, sombras que Flor había creído enterradas. Mateo entró de la cocina con dos tazas de café humeante, su expresión seria, los ojos oscuros que solían brillar con amor ahora nublados por una duda que lo carcomía desde el incidente en las oficinas de Ápex el día anterior.—Tenemos que hablar —dijo él, sentándose frente a ella con un suspiro pesado, dejando las tazas en la mesa de centro con un cl
Aeropuerto Internacional de Houston – 10:45 a.m.El sol de mediodía entraba a raudales por los ventanales del terminal, iluminando el rostro de Flor mientras empujaba el carrito de equipaje con una mano y sostenía a Valentina con la otra. Su piel bronceada por la luna de miel en Toscana brillaba saludable, pero sus ojos verdes estaban sombreados por una preocupación que no podía ocultar. Mateo caminaba a su lado, mano en su cintura, sonriendo con esa calidez que la había conquistado. Valentina, el bebé de apenas unos meses, gugueaba felizmente en los brazos de su madre, ajena al vuelo largo y al torbellino en la mente de Flor.—Bienvenida a casa, señora De la Vega —dijo Mateo, besándola en la sien con ternura, su voz llena de esa alegría post-luna de miel que aún no se desvanecía.Flor sonrió, pero su mente estaba en otra parte. El sueño con León. Había sido vívido, casi real: él besándola bajo las viñas de Toscana, sus manos en su cuerpo, susurrando promesas que nunca cumplió en la r
El sótano era un laberinto de sombras y ecos, el aire espeso cargado de humedad, óxido y el hedor metálico de la sangre. Gabriela había convertido el espacio en una celda improvisada: paredes de concreto reforzado, una única bombilla colgando del techo que proyectaba un círculo de luz cruda, y un desagüe central manchado de rojo para limpiar lo inevitable. María López, la enfermera de 34 años enviada por Carla Vidal para asesinar a Fernando en la clínica, colgaba de las muñecas atadas a una cadena oxidada que crujía con cada movimiento involuntario. Su uniforme blanco estaba rasgado en el hombro, manchado de sangre seca, sudor y lágrimas. Los ojos, hinchados por golpes previos, parpadeaban con terror puro, su respiración entrecortada rompiendo el silencio.Gabriela entró con pasos deliberados, sus tacones resonando como disparos. Vestido negro ajustado que se adhería a sus curvas como una armadura, cabello recogido en un moño severo, labios pintados de rojo sangre que contrastaban con
Torre Ápex – 5:15 p.m.**Gabriela salió de la oficina como si el aire le quemara los pulmones. El eco de la voz de Fernando —“Me arrepiento, quiero volver”— le retumbaba en la sien como un martillo. Fingía. Lo sabía con cada fibra de su ser. Lo sentía en cada sílaba calculada, en la forma en que sus ojos evitaban los suyos al pronunciar “arrepentimiento”. Pero no podía permitirse desmoronarse. No hoy. No cuando Flor necesitaba que fuera la roca que siempre había sido.En el ascensor privado, se miró en el espejo de acero pulido. Ojos duros como esmeraldas, labios apretados en una línea que ocultaba la tormenta interior. El traje negro de ejecutiva aún impecable, pero su mente era un torbellino. Respiró hondo, contando hasta diez. Esa tarde era la boda de Flor. El resto —Fernando, sus mentiras, el tablero de traiciones— podía arder hasta mañana.En la Mansión – 6:30 p.m.La mansión estaba transformada en un sueño nupcial. El jardín principal, rodeado de altos muros de piedra y vigilado
El almacén reconvertido olía a humedad, pólvora vieja y café quemado. Las luces fluorescentes parpadeaban sobre mapas extendidos en la mesa central: rutas de Ápex, cuentas offshore, nombres tachados en rojo. **Armando López** estaba en el centro de todo, una foto granulada clavada con un cuchillo.Luis Herrera caminaba de un lado a otro, traje negro impecable, corbata floja. Sesenta años, cabello plateado, ojos que habían visto demasiadas traiciones. Frente a él, Carla se servía un whisky con manos temblorosas. El vestido negro de la gala aún colgaba en su armario como un recordatorio: Gabriela viva. Gabriela de nuevo a cargo de la petrolera. Gabriela ganando.—Esa perra —siseó Carla, el vaso temblando—. La vi. En la gala. Sonriendo. Como si no la hubiéramos enterrado.Luis se detuvo, su voz grave.—Cálmate. El odio te ciega, Carla. Y la ceguera mata.Ella lo miró, ojos inyectados en sangre.—¿Cegarme? ¡Ella me quitó todo! Mi posición, mi nombre, mi venganza. ¡Y ahora aparece como si
Último capítulo