Capítulo 4 - La USB.

La siguiente pieza en el tablero se llamaba Carla Vidal. Esa serpiente rubia que había logrado infiltrarse en mi organización como si fuera indispensable. Ella no lo sabía, pero su caída ya estaba escrita. Yo solo tenía que dar el primer movimiento. Durante el trayecto hacia Ápex, los recuerdos me golpearon como fantasmas inoportunos. La fiesta, la copa, la sensación de la droga corriendo por mis venas. Y después… Adrián. Su voz intentando calmarme. Sus manos firmes, seguras, protegiéndome. El calor de su piel enredándose con la mía en esa habitación donde mi cuerpo ardía como si no me perteneciera.

Sacudí la cabeza, molesta. No podía flaquear. No ahora. No con todo lo que estaba en juego.

Pero los recuerdos eran traicioneros. Regresaban en flashes: su respiración mezclada con la mía, el temblor de mis dedos aferrándose a su camisa, el momento en que dejé de resistirme y lo busqué con la desesperación de alguien que quería olvidar. Y lo peor: la verdad que ardía en mis entrañas. No había sido solo la droga. También había sido deseo.

Me odiaba por admitirlo.

Entré en mi oficina con calma, disfrazada de frialdad. Llamé a Aurora, la contadora.

—Necesito que revises el presupuesto nuevo —le pedí, con tono firme—. Quiero tus números antes de que termine el día.

No preguntó nada. Tomó sus carpetas y salió. Exactamente como lo había planeado.

Entonces marqué el segundo número.

Flor apareció pocos minutos después. Una joven nerviosa, con la lealtad aún intacta, aunque corroída por el miedo. En la otra vida había terminado en prisión. No esta vez.

—Quiero que accedas al sistema de Aurora —le dije, sin rodeos—. Necesito todo: registros, transferencias, beneficiarios.

—¿Yo? —palideció—. La señora Aurora es estricta. Si me descubren…

Me acerqué, bajando la voz. —Nos incriminarán a ti y a mí. Sé que tienes talento para la informática. Hazlo.

La duda tembló en sus ojos, pero la determinación acabó ganando. Una hora después, Flor regresó con la respiración agitada y una memoria USB en la mano.

—Tenía razón, señora Gabriela. Es un robo de millones. Y usted y yo aparecemos como responsables.

—¿Conseguiste todo?

—Sí, y más. —Sus ojos brillaban de indignación—. Aurora movió dinero a su cuenta personal. También encontré conexiones con Carla. Cuentas en Suiza. Una empresa fantasma.

Mi sonrisa fue lenta, letal. —Prepárate, Flor. El puesto de Aurora será tuyo.

La joven se marchó aún incrédula, pero distinta. Ya no era la misma pasante temerosa. Había descubierto un poder nuevo en sí misma.

Cuando la puerta se cerró, me quedé sola con la USB ardiendo en mi mano. El poder tenía un sabor embriagador. Lo mismo que la justicia.

Pero incluso en ese triunfo, la grieta se abrió dentro de mí.

Me obligué a recordar mi objetivo: destruir a Fernando y a Carla. Sin embargo, en cuanto cerré los ojos, no vi sus rostros. Vi el de Adrián.

La noche anterior se repetía en mi mente como una maldición. No era solo la droga. Era la manera en que él me sostuvo cuando el mundo se tambaleaba. La forma en que me miró después, como si no fuera una víctima, sino una mujer de carne y fuego. Y lo que más me torturaba: la confesión de la mañana. “No me arrepiento.”

El asco de los labios de Fernando aún me quemaba. Había tenido que dejarlo besarme para mantener la fachada. Una actuación, un disfraz de esposa sumisa. Pero mientras sus labios se pegaban a los míos, mi memoria me traicionó: comparé. El frío de Fernando. El calor de Adrián. La diferencia era tan brutal que mi piel se estremeció.

Cerré la laptop y me levanté. Necesitaba aire. Caminé hacia la ventana. El cielo nocturno de Texas se extendía como un lienzo oscuro, con la luna vigilándome desde lo alto. Apoyé la frente contra el cristal frío.

“Concéntrate, Gabriela”, me ordené. “Tu guerra es contra Fernando y Carla. No contra ti misma.”

Pero la grieta estaba allí, resquebrajando mi máscara. Parte de mí quería hundirse en el plan, devorar cada prueba, cada estrategia, y llevarlos al infierno. La otra parte… recordaba los brazos de Adrián, la manera en que sus ojos me dijeron “te creo” cuando el resto del mundo me llamaría loca.

Y esa parte me asustaba más que cualquier enemigo.

Volví al escritorio, conecté la USB y repasé las transacciones. Números, fechas, nombres en clave. Tenía la evidencia suficiente para derrumbarlas. Carla y Aurora caerían. Pero mientras leía, el recuerdo regresó sin permiso: los dedos de Adrián recorriendo mi espalda, el sonido de mi propia voz llamándolo en la penumbra.

Apreté los puños. No podía permitir que eso me debilitara.

—Más fría. Más calculadora —me repetí, en un susurro que se perdió en la soledad del cuarto.

La grieta seguía allí, invisible pero mortal. Y yo sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarla. Porque si no lo hacía, podría destruirme antes que Fernando.

Me acerqué al espejo. Me miré a los ojos. Ya no era la heredera ingenua. Era otra. Más fuerte. Más peligrosa. Pero también más dividida.

La guerra había comenzado. Y mi peor enemiga, quizá, llevaba mi mismo rostro.

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