Capítulo 2 – LA DROGA.

Lo primero era ganar tiempo. Y para eso debía cambiar los hechos, alterar cada detalle de aquella noche que en mi memoria había quedado marcada como la primera humillación.

La fiesta. El hotel. Las luces brillantes sobre mí como cuchillas, el murmullo de voces que sonaban más a juicio que a celebración.

En mi vida anterior, Carla me entregó aquella copa envenenada. Sonrió como la amiga de siempre y yo, ingenua, la bebí sin pensar. Después, la oscuridad. La habitación 666. El hombre extraño en mi cama. La vergüenza tatuada en mi piel como una cicatriz imposible de borrar.

Recordar esa escena me estremeció mientras atravesaba el vestíbulo del hotel. El mismo mármol brillante, los mismos espejos dorados, la misma alfombra roja que intentaba ocultar la podredumbre de quienes caminaban sobre ella. Todo era idéntico. El tiempo me ofrecía otra oportunidad… o una trampa más sofisticada.

Pero yo ya no era la misma mujer. Esta vez, el vestido era mi armadura.

Azul oscuro, tejido que se pegaba a mis curvas como una declaración de guerra. Un escote calculado, una abertura que dejaba ver lo justo, el cabello recogido en un moño que dejaba expuestos mis pendientes de zafiro. Cada detalle elegido para transmitir control, no sumisión. El rojo en mis labios no era coquetería: era una advertencia.

Entré. El murmullo de la música de cuerdas me envolvió como una red invisible. Risotadas, copas tintineando, perfumes caros mezclados con sudor ansioso. Una selva disfrazada de gala.

Y ahí estaban.

Fernando, impecable, atrayendo la atención como un imán. El traje hecho a medida, la sonrisa que tantas veces me engañó. Su mirada se paseó por mí con la misma posesión de siempre, convencido de que seguía bajo su dominio.

Carla, a su lado, vestida de rojo encendido. Una serpiente en medio del banquete. Reía con esa exageración estudiada, como si necesitara que todos la miraran. Y me miró a mí, con una chispa de miedo escondida tras el barniz de arrogancia. No aparté la mirada. Le devolví una sonrisa impecable, la de una mujer que aparenta ignorar la daga escondida tras la copa.

Y entonces ocurrió.

Carla se acercó con una bandeja de copas. Me ofreció una, igual que en la otra vida. El cristal frío se posó en mis dedos. El líquido burbujeaba, tentador, inocente.

No la bebí.

El sabor dulce me quemó la lengua. Una punzada de sospecha me recorrió el estómago, pero no retrocedí. No esta vez. Porque yo conocía el final de esa jugada. O eso creía.

El brindis llegó, las palabras vacías sobre mis padres se mezclaron con aplausos huecos. Me limité a levantar la copa y sonreír como si creyera en la farsa.

Después, Fernando se acercó.

—Bailemos —dijo, con esa voz suave que siempre escondía veneno.

En mis recuerdos, nunca me había pedido bailar. Ese detalle encendió todas mis alarmas. Aun así, acepté. Mi mano en la suya, mi cuerpo girando al ritmo de la música bajo su control aparente, un mesero nos trajo dos copas y el me ofreció una, la tome, no tenia porque dudar. Ese fue mi error.

El calor me recorrió de golpe. Una oleada ardiente que me hizo dudar de mis sentidos. El sabor de la bebida se transformó en un eco metálico en mi lengua. La piel me ardía, el corazón me latía con violencia irregular. Reconocí esos síntomas.

No era Carla esta vez. Era Fernando quien me había drogado.

El vértigo me invadió. Su risa sonaba distante, deformada, como un eco dentro de un túnel. Comprendí el plan: me arrastraría de nuevo a una habitación, con un extraño, para después acusarme de infiel. Justificar su propia traición. Repetir la historia.

Pero no. No esta vez.

Tropecé, fingiendo debilidad. Mis ojos buscaron entre la multitud. Y lo encontré.

Adrián Rojas.

El único rostro confiable en esa sala. el mismo que pierde la vida meses después por ser el único que quiso ayudarme. Alto, sobrio, observándome con preocupación apenas disimulada. Me dirigí hacia él tambaleándome, como si la música me arrastrara.

—Necesito tu ayuda —murmuré apenas al llegar a su lado. Mi voz sonó quebrada, casi inaudible—. No aquí. Por favor.

Él no preguntó. Simplemente me tomó del brazo con discreción y me guio fuera del salón. Me fije que Carla no nos siguiera, era ella quien me llevaba aquella habitación. El aire del pasillo me golpeó como un puñal frío. Sentí las piernas flaquear.

—Gabriela, ¿qué ocurre? —preguntó en voz baja.

—Drogada… —respiré con dificultad—. No puedo… nadie debe saberlo. Regístrame con otro nombre. Llévame a una habitación.

Él asintió, sin dudar. Un hombre que entiende el peligro sin necesitar explicaciones.

Mientras Adrián hablaba en recepción, con una calma sorprendente, yo marqué el número de Fernando.

—Me siento mal —dije fingiendo cansancio—. Volví a casa.

—Porque no me dijiste, pude llevarte a una habitación para que descansaras.

—Es temprano, el chofer me lleva, disfruta la fiesta. Dije antes de colgar, mis manos temblando.

Adrián regreso y yo estaba a punto de perder la cordura, me sostuvo firme mientras subíamos. Su perfume discreto me llegó entre mareos. Una fragancia sobria, distinta al exceso de Fernando. Segura. Cálida. En la habitación, la luz tenue me envolvió como un refugio. Mis manos temblaban. La droga consumía mis sentidos, pero mi mente aún peleaba por aferrarse a la cordura.

—No me dejes sola —le supliqué, clavando los dedos en su brazo.

Él dudó un instante, pero la súplica en mi voz lo quebró. Se sentó junto a mí. Su mirada ardía con preocupación, pero había algo más. Algo contenido, algo que no se atrevía a nombrar.

El calor en mi cuerpo se volvió insoportable. Cada fibra de mi piel clamaba por contacto. El veneno en mi sangre no solo me debilitaba: encendía un fuego imposible de apagar.

—Adrián… —susurré, con la voz rota—. Ayúdame.

Lo siguiente ocurrió como un desborde.

Él intentó resistir, alejarse, pero mi mano lo atrapó. Mis labios buscaron los suyos con una urgencia desesperada. El primer roce fue torpe, tembloroso. Pero después… después se volvió inevitable.

El beso ardió. Y él respondió. Con una fuerza contenida demasiado tiempo.

El mundo giraba, pero ya no importaba. El veneno en mi cuerpo se mezcló con el deseo que siempre había negado. La droga me empujaba, sí, pero también la certeza de que era el único hombre en esa sala capaz de protegerme. El único que me veía como algo más que una pieza en un tablero.

La pasión creció como un incendio. Sus manos me sostuvieron con firmeza, no con posesión, sino con cuidado. Yo lo arrastré hacia mí, desesperada. La seda de mi vestido se volvió un obstáculo que ambos apartamos con torpeza.

No hubo palabras. Solo respiraciones entrecortadas, miradas que ardían, caricias que eran al mismo tiempo refugio y tormenta.

Esa noche, consumida por la droga y por un deseo prohibido, me entregué a él. Y él, rompiendo todas sus barreras, me correspondió. No fue una humillación. No fue una trampa. Fue fuego. Puro, brutal, redentor. Cuando el amanecer empezó a colarse entre las cortinas, mi cuerpo aún temblaba. El recuerdo de su piel sobre la mía quedó grabado como una verdad peligrosa.

Fernando pensaba que me había vencido. Que repetiría la historia. No sabía que, en su propio juego, yo había encontrado un aliado. Y algo más. Algo que podía destruirme o salvarme.

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