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Capítulo 3 – Ajedrez de sombras.

El amanecer se filtraba entre las cortinas de la habitación, bañando la alfombra con un resplandor suave que parecía burlarse de la tormenta de la noche anterior. El aire estaba cargado de un silencio espeso, de esos que pesan en el pecho.

Abrí los ojos con lentitud, como quien despierta de una pesadilla y no sabe aún si lo que recuerda ocurrió de verdad. El roce de las sábanas aún ardía contra mi piel. Mi respiración era agitada, el pulso irregular. A mi lado, Adrián.

Estaba sentado al borde de la cama, con la espalda recta, las manos entrelazadas sobre las rodillas. La camisa desordenada revelaba un hombre distinto al socio impecable que todos conocían. Había en su gesto una tensión contenida, un conflicto que no necesitaba palabras para comprenderse.

Cuando sintió mi mirada, giró el rostro. Sus ojos oscuros me taladraron como si buscaran respuestas que yo no tenía.

—No debería haber pasado —murmuró, la voz grave, cargada de autocontrol—. Y, sin embargo… no me arrepiento.

La sinceridad en su tono me desarmó. Esperaba reproche, distancia. En su lugar, hallé algo más peligroso: verdad.

Adrián apretó la mandíbula. —Sé que para ti debe ser un error. Estás casada con Fernando, por más que lo deteste. Pero no voy a mentirte. Me gustó. Y eso… lo complica todo.

El silencio que siguió era un campo minado. Mi mente se debatía entre la vergüenza, el deseo y la certeza de que esa noche había cambiado algo irreparable. No podía dejar que el tema nos arrastrara al abismo justo ahora. Había algo más urgente.

Lo miré fijamente. —Te voy a mostrar algo —dije con firmeza—. Y después hablamos de eso.

Antes de que pudiera responder, un golpe en la puerta rompió el momento. Adrián se levantó de inmediato, alerta. Yo permanecí inmóvil, el corazón acelerado.

—¿Quién es? —preguntó él.

—Servicio a la habitación —respondió una voz femenina.

La puerta se abrió apenas, y una mujer entró con pasos rápidos y discretos. Llevaba una laptop y una memoria USB en la mano. Sus ojos no se alzaron a los míos. Se limitó a colocar los objetos sobre la mesa auxiliar y a decir con voz neutra:

—Está hecho, señora. Todo pasó como usted lo dijo.

Y salió sin esperar respuesta.

Adrián me miró, confundido. —¿Qué significa esto?

Me levanté de la cama, aún con el cuerpo temblando por el veneno que corría en mis venas y por los recuerdos de la noche anterior. Me acerqué a la mesa, tomé la USB y la conecté a la computadora.

—Anoche no fui la única con un plan —susurré.

El archivo se abrió. La pantalla se iluminó con una imagen que me quemó los ojos: la habitación 666. Esa maldita habitación que había sido escenario de mi primera caída en la otra vida. Pero esta vez, no era yo quien estaba allí.

Fernando, Carla. Desnudos. Consumidos el uno por el otro, sobre las mismas sábanas que en otro tiempo habían sido mi tumba. La cámara lo captaba todo: el jadeo, la voracidad, el veneno en forma de caricias.

Adrián observaba en silencio, petrificado.

La grabación continuó. Después del sexo, entre risas y sudor, vinieron las palabras.

—Maldita Gabriela… —maldijo Fernando, con el rostro aún rojo de esfuerzo—. ¿Cómo pudo irse justo ahora?

Carla rió con desprecio. —Creyó engañarnos. Pero la próxima no escapará. Esa idiota no sabe que ya está acabada.

—Será mío todo —añadió Fernando, acariciándole el cabello con ternura envenenada—. La empresa, la fundación… y tú. Cuando la hundamos, nadie dudará de nosotros.

Un beso largo selló su pacto.

Adrián cerró los puños con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos. Su respiración se volvió un rugido contenido.

—Hijos de puta… —escupió entre dientes, con un temblor de ira que jamás le había visto—. ¡Y tú estabas ahí! ¿Desde cuándo sabes todo esto?

Cerré la laptop con un chasquido seco. Lo miré a los ojos, sin parpadear.

—Desde antes de volver —respondí con voz baja, casi un susurro—. Desde la primera vez que morí.

Él me miró como si acabara de abrirse el suelo bajo sus pies. Pero no dudó. No rió. No me llamó loca. Sus ojos se oscurecieron, y algo en su rostro cambió: incredulidad, sí, pero también fe.

—Explícame —dijo, con un tono que era más un ruego que una orden.

Le conté. Todo. El juicio. La prisión. La traición, como el murió en un accidente repentinamente por intentar salvarme. El disparo en el pecho. La caída al vacío. Y el despertar en un tiempo anterior, con la certeza ardiente de que no permitiría que la historia se repitiera.

Cuando terminé, Adrián estaba pálido. El hombre sólido, el socio imperturbable, ahora parecía devastado por la magnitud de lo que acababa de escuchar.

—Dios mío… —murmuró, como si la idea de un universo capaz de repetirse y asesinar sin consecuencias fuera demasiado para él. Luego levantó la mirada y me clavó los ojos. —Te creo.

Dos palabras. Sencillas. Mortales.

El aire en la habitación se volvió más liviano y más denso al mismo tiempo.

—No voy a dejarte sola en esto, Gabriela —añadió con firmeza—. Si Fernando piensa que puede seguir jugando con tu vida, tendrá que enfrentarse también conmigo.

Su determinación era palpable, casi física. Y en ese instante supe que, aunque ninguno de los dos lo dijera, algo había cambiado para siempre entre nosotros. Ni una sola palabra más sobre lo que había pasado en esa cama. Ni una insinuación sobre el fuego que habíamos compartido. Ambos lo guardamos bajo llave, como si ignorarlo pudiera hacerlo desaparecer.

Pero yo lo sabía. Lo sentía en la sangre, en el pulso, en la manera en que mis ojos buscaban los suyos con un magnetismo imposible de disimular.

Algo había cambiado en mí.

Algo que aún no estaba lista para aceptar.

El ajedrez apenas comenzaba. Y yo acababa de sumar a mi tablero a un aliado inesperado.

Uno que podía ser mi mayor fuerza.

O mi perdición.

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