Mundo ficciónIniciar sesiónLuciana Mancini, una respetada curadora de arte es acusada del robo del inestimable Codex Florentinus. Convertida en fugitiva a causa de la traición de quien nunca esperó, su única esperanza es huir a los brazos del hombre que más odia. Dario Ferraro, el capo de la Mafia al que la policía culpa de la muerte de su madre, y que la secuestra obligándola a una alianza. Retenida en el yate de lujo de su enemigo, Luciana se ve obligada a aceptar una tregua que le ofrece protección, mientras su inteligencia ayuda a dar caza al verdadero traidor. Pero en medio de esta alianza mortal, el odio se transformará en pasión, cuando un policía honesto, y el mejor amigo eternamente enamorado, intente rescatarla haciendo que Darío comprenda cuán importante es ella para él, y la force a elegir entre ser una criminal de alto perfil y continuar la búsqueda del verdadero asesino de su madre, o, probar su inocencia, escoger entre la ley, o la justicia por su propia mano. ¿Podrá su amor sobrevivir cuando la verdad que se oculta tras el auténtico origen de Dario amenace con destruirlos a ambos? Descúbrelo en: El diamante negro. La herencia de la sangre. Una historia que crimen y pasión, de romance y redención, de secretos y venganza.
Leer másEl aire en el Palazzo Vecchio olía a dinero, a perfume francés caro y, para Luciana Mancini, a mentira. Las sonrisas de los críticos, coleccionistas y aristócratas eran tan falsas como las réplicas de arte que ella misma se negaba a tocar.
Estaban allí para la inauguración de la Galería de Arte Gracia Mancini, un nombre que era, al mismo tiempo el triunfo de un homenaje, y un monumento fúnebre.
¡Tres años!
Tres años desde que el cuerpo de su madre, Gracia Mancini, la brillante curadora de arte, había sido hallado sin vida. Un brutal ajuste de cuentas de la Mafia, según dijeron los reportes.
Los expedientes de la policía se cerraron sobre una verdad incompleta difícil de probar, y un secreto a gritos que la alta sociedad italiana se había apresurado a aceptar como cierta, para todos, los responsables eran los Ferraro, un apellido que en Florencia no significaba antiguedad, ni nobleza, sino poder, sangre y silencio.
Luciana se ajustó el vestido de seda verde botella, sintiendo que la ahogaba, con el cabello castaño recogido en un moño elegante que no lograba domar su temperamento. Sus ojos, haciendo juego con las esmeraldas de su joyería, no reflejaban el brillo de los reflectores, sino una resolución fría.
— Estás tensa, cara — murmuró una voz sebosa a su lado.
Luciana forzó una sonrisa hacia el Conde Stefano Greco, su padrino. Stefano era la viva imagen de la falsa calidez, un hombre corpulento y bien vestido con una sonrisa que nunca alcanzaba sus ojos.
— Es el peso del éxito, Padrino — respondió Luciana, girando un poco la copa de prosecco.
— El éxito es un peso ligero. La soledad de la justicia en cambio, esa sí es pesada — Stefano acarició su brazo con una familiaridad que a Luciana siempre le resultó incómoda — Recuerda, estoy aquí para proteger tu legado y tu nombre.
— Y yo estoy aquí para honrar la verdad de mi madre, padrino.
Un zumbido sordo, una oleada de murmullos se propagó desde la entrada y barrió la sala superando incluso la música de cámara. Los flashes de los medios se dispararon como salvas de cañón.
Luciana no necesitó girarse para saber quién había llegado. Podía sentirlo en la vibración del aire y en cómo el murmullo de la sala se convertía en un silencio tenso.
El Palazzo Vecchio acababa de recibir al demonio en persona. Dario Ferraro.
El hombre que la prensa había acusado de parricidio y, por extensión, de la red de crímenes que supuestamente se habían cobrado la vida de Gracia Mancini.
Luciana se dio la vuelta, preparada para la confrontación.
Dario Ferraro se movía con la arrogancia tranquila de quien sabía que era el único predador en la habitación. Su traje era de un negro tan profundo que parecía absorber toda la luz del salón.
Era alto, y su musculatura se tensaba bajo la tela costosa, y sus ojos grises, duros como el basalto húmedo, examinaban la multitud con un desinterés que era más insultante que cualquier amenaza.
Sus miradas se encontraron a través de la sala, y Luciana sintió que el prosecco se congelaba en su garganta.
No era solo odio, era una fuerza magnética brutal que negaba la distancia, una atracción animal que su cerebro rechazaba violentamente.
Dario caminó directamente hacia ella, dejando una estela de silencio a su paso.
— Felicidades, Signorina Mancini — dijo Dario, su voz era gutural y profunda, con un ligero acento siciliano que le daba un aire rústico y peligroso. No extendió la mano — Un hermoso homenaje para alguien muerto.
Luciana tragó saliva. La grosería era exactamente lo que esperaba, pero la intimidad de su tono la desarmó.
— Es una celebración, Signore Ferraro — replicó Luciana, forzando cada palabra a sonar fría y precisa — La de la justicia que mi madre nunca tuvo. La justicia que su apellido se ha encargado en enterrar — Encarándolo de frente.
Una sonrisa cruel y fugaz se dibujó en los labios de Dario.
— La justicia es cara, y la venganza, aún más. No tienes idea de con quién estás tratando — Se inclinó hacia ella. Su aliento cálido en el oído de ella y su cercanía eran una advertencia.
— ¿Esto le parece un juego, Signore? — El rostro de Dario se endureció — No, no un juego ¡Es un cáncer! — corrigió Luciana, la rabia finalmente rompió su fachada de seda y compostura.
El Conde Stefano Greco intervino con su falsa calidez para apartar a Dario, interponiendo su cuerpo entre ambos.
— Dario, per favore. No arruinemos la noche de mi ahijada. Tanta belleza no debería mezclarse con asuntos tan oscuros.
Dario no le prestó atención. Sus ojos grises permanecieron fijos en Luciana. La rodeó para detenerse a su lado y su mano se posó en el hombro de ella, como una advertencia silenciosa, pero también un inesperado anclaje. El calor de su palma se filtró a través de la seda tensando a la chica por completo.
— Tienes algo que es mío — le anuncio, bajando dramáticamente la voz — Y lo voy a recuperar.
Luciana supo que se refería al antiguo medallón que su madre llevaba al morir, un objeto que, según los rumores, había sido un regalo de la familia Ferraro.
—No es suyo — replicó Luciana, sintiendo cómo el corazón le latía contra las costillas — Además, no debería estarme hablando, señor Ferraro, ya que su cercanía le costó la vida a una mujer inocente.
Dario se rio con un sonido áspero y un gesto retorcido terriblemente sexi.
— Una mujer inocente no se junta con ciertos hombres, piccola.
En ese instante, las alarmas de seguridad de la Galería se dispararon con un ruido histérico. El sonido rasgó la música de cámara y un hombre de seguridad irrumpió en la sala de exposiciones, con el rostro desencajado.
— ¡El Codex Florentinus ha sido robado!
— ¿Qué? ¿El manuscrito del siglo XV? — el encargado preguntó y el otro asintió.
El caos estalló. Invitados se cruzaban miradas suspicaces, y luego sus ojos buscaban al diablo, que se escabullía rápidamente entre la gente.
La seguridad gritaba y corría hacia las salidas. Y Luciana vio su oportunidad. No era una coincidencia. Dario Ferraro estaba ahí, y en medio de este caos, él era el culpable. Este robo era una fachada, un movimiento de distracción para algo más, estaba segura.
Luciana se olvidó de los consejos de Stefano, de la etiqueta, de sus zapatos de aguja y del miedo. Sus ojos se fijaron en Dario mientras sus pies se pusieron en marcha alcanzándolo.
— ¡Fue usted! — siseó con la boca seca, mientras la adrenalina reemplazaba a la rabia.
Dario no se molestó en responder a la acusación. Con la calma de un depredador, giró y se dirigió hacia un pasillo oscuro que conducía a una salida lateral de servicio.
Luciana no dudó. Esquivando a Stefano y a los guardias, se lanzó a la persecución.
Corrió por el pasillo de servicio, sus tacones resonaban sobre el mármol. Vio la sombra de Dario justo antes de que llegara a la puerta. No podía permitir que se fuera.
— ¡Alto, Ferraro! — casi gritó, y se abalanzó sobre él, atrapándolo por el brazo. La tela del traje era tan fuerte y firme como los músculos que cubría.
—¡Sé lo que hiciste! — jadeó, aún con la mano aferrada a su bíceps — ¡Viniste a robar el pergamino como coartada para dejarme una amenaza! ¡No te saldrás con la tuya!
El rostro de Dario, que estaba a solo centímetros del suyo, reflejaba la impaciencia y una furia apenas contenida.
— ¿Tú de verdad crees que el capo de la Mafia de Florencia se arriesgaría a un escándalo público por un pedazo de papel viejo? — se burló, sus labios estaban tan cerca de los de ella, que casi podía respirar su mismo aire. La proximidad era electrizante, y peligrosa.
Luciana sintió cómo su agarre flaqueaba.
— Yo... no lo sé, pero usted está aquí. Y el robo es conveniente. ¡Dígame dónde está!
Dario se movió con la velocidad de un felino. En lugar de empujarla o golpearla, la acorraló contra el frío mármol del pasillo. Su cuerpo se convirtió en un muro de poder y calor, atrapándola en medio.
— Yo no robé tu estúpido pergamino, fiore — gruñó, su voz estaba cargada de un calor inesperado que la hizo temblar — Pero sé quién lo hizo. Y si no dejas de acusarme, la próxima vez…
No terminó la frase y en cambio dejó escapar el aire frustrado mientras la atravesaba con la mirada gris.
Luciana respiró el aFlorencia a sándalo y peligro de su piel, sintiendo cómo la presión de su cuerpo contra el suyo encendía una electricidad que no debería existir. La rabia se mezcló con otra cosa que la hizo odiarse a sí misma.
— ¡Quíteme las manos de encima! — luchó ella, empujándolo con el poco espacio que tenía — ¡Voy a gritar y a decirle a la policía que he encontrado al ladrón!
En ese momento crítico, se escucharon pasos y voces acercándose por el pasillo, eran los guardias y la policía que acababa de llegar.
— ¡Por aquí! — alguien gritó señalando al pasillo y Luciana abrió la boca lista para gritar el nombre de Dario. Pero él fue más rápido.
Con un movimiento brutal su boca se estrelló contra la de ella en un acto de silenciamiento y de dominación. Sus labios, firmes y exigentes, acallaron el grito que ella quería soltar. La mano que la había atrapado se movió hacia su nuca, apretando ligeramente, y forzándola a someterse al contacto.
El beso robado duró apenas un momento, pero fue suficiente para que Luciana sintiera una explosión en su estómago. El contacto era invasivo, violento, pero la química era innegable, y ardiente, un flash de calor que recorrió su cuerpo como una descarga eléctrica la hizo dejar de respirar.
Los pasos de los guardias y policías desfilaron justo a su lado ignorando a la pareja que se besaba en la oscuridad del pasillo, “ajena a la información del robo”.
Dario rompió el contacto tan bruscamente como lo había iniciado. Su rostro estaba a centímetros del de ella, y su respiración era visiblemente agitada.
— Esto... es una advertencia — susurró, con los ojos fijos en los de ella, buscando una reacción — La próxima vez que me acuses frente a la ley, no tendré piedad.
Luciana reaccionó con la única arma que tenía. Alzó la mano y lo abofeteó con una fuerza que hizo resonar el golpe en el pasillo.
El impacto pareció sorprenderlo, pero no lo enfureció. En lugar de eso, Dario se inclinó hacia atrás y soltó una carcajada ronca, burlona que destacaba sus rasgos sensuales.
Con una gracia letal, se dio la vuelta. Mientras caminaba hacia la salida, se pasó una mano por la solapa de su traje, como si estuviera alisando el lugar donde ella lo había golpeado.
Y fue en ese gesto fugaz, al sacudir la tela, cuando un trozo de papel arrugado se deslizó de su bolsillo al suelo, sin que él lo notara. Luciana le clavó la vista de inmediato, mientras Dario desaparecía bajo el celo nocturno.
A cientos de kilómetros de distancia, en una oficina en la Ciudad del Vaticano, con vistas a la Plaza de San Pedro, el Conde Stefano Greco sostenía un teléfono celular con la mano izquierda, mientras que con la derecha estrujaba una bola anti estrés.Su rostro, generalmente sereno y de aspecto duro, estaba contorsionado por una rabia helada, mientras Monseñor Visconti le clavaba una mirada suspicaz.Stefano le daba vueltas una y otra vez en la mano a un sobre blanco con membrete de un prestigioso laboratorio. Lo doblaba, y lo guardaba en su bolsillo, para luego volverlo a sacar y jugar con él otra vez.Visconti había observado su nuevo TOC con interés, ya hacía un par de días que mantenía ese sobre entre las manos con la mirada pensativa y los ánimos de perro, el Cardenal se preguntaba qué era eso que podía causarle un trastorno obsesivo compulsivo a un hombre de nervios de acero como Greco.De pronto, el sonido del móvil del Conde rasgó el silencio con insistencia.Greco contestó con
El impacto contra el agua a esa alta velocidad fue un trauma físico, una bofetada helada que le robó el aliento.Luciana sintió que su cuerpo se convertía en un proyectil lanzado contra una pared líquida, la fuerza la arrastró varios metros bajo la superficie, donde la luz del sol se extinguía rápidamente y solo quedaba el azul denso y caótico del mar.Su cerebro, luchaba por la supervivencia, le gritaba órdenes ¡guarda el aire, oriéntate, sube! pero el pánico, como una bestia primitiva la abrazó con fuerza hundiéndola en el temor más profundo.Había entrado en el mar con la promesa de una vida futura colgando en el aire, y ahora solo sentía la presión del presente y el miedo atroz a la asfixia, sus pulmones ardían, mientras era la primera vez desde que todo había empezado que no podía controlar su miedo, no porque temiera morir, sino porque temía que ellos, Dario y Elena murieran sin ella.Hizo un esfuerzo sobrehumano, pataleando con desesperación, y finalmente rompió la superficie,
La Éter rugía, cortando el agua a más de 40 nudos, ese yate se había convertido en un misil dirigido para ser sacrificado, pero era un sacrificio necesario.En el radar, el eco del equipo del Némesis se acercaba peligrosamente, habiendo reducido la distancia considerablemente y era evidente que, en minutos, estarían a distancia de tiro.— Dario, promételo, ¡Maldita sea, promételo de una maldita vez! — La voz de Luciana retumbó en los oídos de Dario esperando desesperadamente de su respuesta.— ¡No! maldita sea, ¡No! no me hagas prometerte algo que no puedo, mientras respire, ¡óyelo bien, Luciana, siempre voy a arriesgar el pellejo por ti! — Le dijo sin sesgo de duda y sin querer mirarla.Luciana tragó grueso y una lágrima se escapó de sus ojos del color del mar.Darío se mantuvo en el puesto de mando, con la mirada fija en la pequeña cala y en las rocas irregulares que sobresalían como dientes oxidados en la línea de la costa calabresa mientras ella, totalmente contrariada preparaba u
En ese preciso momento de profunda e íntima conexión, el radar de la cabina emitió una serie de pitidos agudos y rápidos rompiendo todo el ambiente de dolorosa confesión.Darío, limpiándose el rostro con la manga de la chaqueta, se puso de pie de un salto y su instinto profesional se activó al instante.— ¡Maldita sea! — Casi escupió, lleno de rabia, ni siquiera tenía el derecho de llorar su estúpida mala suerte, sino que hasta en ese momento en el que había decidido hacer lo más difícil para un hombre y abrir su corazón a las dos mujeres que más amaba en el mundo, era asediado por el maldito de Greco.Luciana fue la primera en mirar el panel, había un eco grande, a seis millas náuticas, y se movía a una velocidad alarmante, mucho más rápido que cualquier nave de algún temporadita o aficionado a la navegación.— ¿Qué es eso? — preguntó Elena, con el pánico de vuelta a sus ojos.— Una lancha rápida — respondió Darío, analizando la velocidad — No es la Guardia Costera. Es demasiado rápi
Hubo un largo e incómodo silencio, más doloroso que incómodo, en el que los tres dejaron corres las lágrimas sin miedo a ser juzgados, y tratando de unir sus historias personales para entender…— ¿Y tú… por qué no fuiste a la policía? — al fin Elena, preguntó aclarándose la garganta y sintiendo el filo de la duda.Darío la miró, herido por la pregunta, pero entendiendo que era justa.— ¿A qué policía, Elena? Tenía a agentes como Marco, muy bien entrenados buscándome y engañados, creyendo que yo era un parricida, y que había sido capaz de atentar contra la vida de mi propia familia, ¿Quién atraparía vivo a un tipo capaz de derramar su propia sangre? La orden era tirar a matar, y aún es la orden, solo que hice todo por sobrevivir para salvarte…Elena ladeó la cabeza comprendiendo el dolor de su hermano.— Los archivos que Luciana sacó de la oficina de Visconti implicaban a Cardenales, a políticos italianos, a Empresario respetables… no hay un lugar seguro, si hubiésemos ido a la policía
El sol acababa de asomar en el horizonte oriental, pintando el Mar Tirreno con tonalidades melocotón y oro oxidado.La éter, el yate deportivo, cortaba las olas con una velocidad constante, dejando una estela blanca y espumosa que se disolvía tras ellos, como si borrara el rastro de su huida.Darío estaba al timón, su rostro duro y angular profundamente atractivo se iluminaba por la luz del amanecer, pilotar el yate era un acto de reflejo, una danza familiar heredada de los veranos con su padre durante su niñez, pero su mente estaba lejos, calculando rutas, consumo de combustible, y la inminente amenaza que se cernía sobre ellos.Luciana estaba en la cubierta con binoculares, escudriñando el horizonte, con actitud tensa y el corazón en un hilo, no dejaba de pensar en aquella corta conversación, y en su cabeza, comenzaba a hacer planes de lo que, en algún momento, iría a decidir, si lograban salir del atolladero.No podía continuar al lado de Dario, debía forjarse un futuro lejos de él
Último capítulo