La huida fue tan brutal como los últimos días, una total locura.
Tras pasar una par de semanas navegando de un lugar a otro y sin tocar tierra, al fin abandonaron el puerto privado y dejaron el yate atrás, el convoy blindado se tragó la distancia en un silencio tenaz, llevando a Luciana de la caótica Costa Amalfitana a las profundidades de la Toscana.
El paisaje exterior, bañado en el oro de la tarde, ofrecía un contraste engañoso de viñedos perfectos e hileras de cipreses antiguos que ascendían por colinas suaves. Ella estaba sellada dentro de una caja de acero, el olor a cuero caro competía con la sal del mar que aún impregnaba su ropa.
El vehículo finalmente se detuvo ante una muralla de piedra. Los Ferraro Estates eran un testimonio de poder silencioso, no era una exhibición de riqueza ostentosa, sino una fortaleza rural.
La villa, antigua y noble, databa del Renacimiento, pero sus contornos estaban vigilados por modernísimos ojos electrónicos y sensores térmicos. Un hogar que era