5 El Regreso de la Ex y el Rival

Luciana no había dormido observando el medallón. Lo sostenía bajo la luz fría del amanecer  examinando el tosco grabado del águila con una estrella en el pecho.

Era el mismo símbolo que había visto vagamente en los papeles de su madre, un recuerdo que la policía había ignorado.

Se acababa de vestir con ropa que encontró en el vestidor, un jersey de cachemira beige y unos pantalones de lino blanco. No se sentía menos rehén, solo mejor vestida.

Dario entró sin llamar y sus ojos grises, ya despiertos y feroces, fueron directamente a sus manos.

—Lo encontraste.

Luciana apretó el medallón contra su pecho.

—Sí. Estaba escondido.

Dario cerró la puerta de un golpe sordo, su figura llenaba el espacio de forma amenazante.

—No lo escondí, lo dejé a mi alcance.

—Quiero saber por qué lo tienes.

—Mi padre solía decir que la venganza se cocina a fuego lento, pero la traición, al instante. Gracia Mancini y mi padre eran socios en arte, pero rivales en el poder. Ella poseía esto —señaló el medallón—  Yo sé que no lo es. Contiene un código.

Luciana dio un paso atrás, sintiendo cómo el odio se deshacía en fascinación. Él no estaba mintiendo sobre el valor del objeto.

—¿Qué clase de código? ¿Cómo sabré que no lo robaste para incriminar a Stefano?

Dario se acercó al escritorio y golpeó el panel secreto con su puño.

—Si quisiera incriminar a Stefano, usaría el mismo método, dejaría el medallón con el Codex robado y llamaría a Marco Bianchi. En cambio, lo dejo en tu mano. ¿Por qué haría eso?

—Para controlarme. Para que me convierta en su pe*rra guardiana.

—Si te quisiera como guardiana, te habría atado. Si te quisiera en mi cama, te habría obligado —La intensidad de su voz la hizo temblar— Quiero tu inteligencia. Eres la hija de Gracia. Si alguien puede descifrar los secretos de su madre, eres tú. Tu venganza es ahora la mía, porque el hombre que mató a tu madre, mató a mi padre y me incriminó a mí.

Luaciano no podía decidirse si creerle, o no.

—Tu padre no era bueno… —ella se atrevió a decir.

—Creo que mi padre fue un bastardo. Pero su homicidio fue una jugada de ajedrez. Y el único jugador lo suficientemente frío para mover esa ficha, es Stefano Greco.

Luciana respiró hondo.

—Muy bien, Dario. Empiezo a creer que tienes un enemigo. Pero sigo pensando que eres un criminal.

—Y yo sigo creyendo que eres una ingenua. Pero los dos estamos a bordo de este barco. Ahora, dime, ¿Qué hay en ese medallón?

Luciana se concentró, sintiendo el metal frío en su mano.

—No es de plata. Y el grabado... — Se detuvo— El águila... es un símbolo de Florencia. Pero la estrella de cinco puntas... era el símbolo de una cofradía de curadores y alquimistas del siglo XV. Mi madre lo estudiaba.

Dario sonrió, una sonrisa de victoria fría que no llegó a sus ojos.

—¿Lo ves? Ahora estamos jugando.

El momento de la alianza tensa fue brutalmente interrumpido por un toque en la puerta de la cabina.

—Dario. Tenemos compañía —Era la voz de uno de sus guardias de seguridad.

Dario se tensó. 

—Quédate aquí. Y no toques la cerradura.

Dario salió de la suite, cerrando la puerta tras de sí. Luciana, con la adrenalina disparada, se deslizó hacia la ventana, que ofrecía una vista parcial de la cubierta principal. Vio a Dario en el centro, enfrentándose a una mujer.

Alta, esbelta, con cabello negro azabache recogido en una coleta elegante. Era Verónica Moretti. Luciana la reconoció al instante, la ex prometida de Dario, una poderosa abogada penalista de Milán, cuyo compromiso había terminado en un escándalo público un año antes.

Verónica se movía con la misma gracia controlada de Dario, pero con un filo más agudo. No estaba allí para una visita social.

—Qué placer verte, Dario. No has cambiado, sigues escondiéndote en juguetitos caros —dijo con voz cortante como el hielo.

—Verónica, siempre tan predecible. ¿Vienes a recordarme lo mucho que me odias? —replicó Dario, con un tono de aburrimiento calculado.

—No te odio. Escuché el rumor en la aduana de Nápoles, tuviste que rescatar a una damisela en apuros en Florencia. Y ahora la tienes a bordo. ¿Tan bajo has caído que necesitas una chica en apuros para sentirte poderoso?

La insolencia de Verónica golpeó a Luciana, pero el golpe emocional fue que Dario tenía un pasado con esta mujer. Un pasado que ella no podría igualar con su odio de tres años.

Dario soltó una carcajada, sin emoción.

—Ella no está en apuros. Es una invitada de honor. Y no es una damisela. Es un activo. A diferencia de ti, que fuiste un pasivo.

Verónica no demostró el golpe que le propinó a su orgullo la última declaración.

—La hija de Gracia Mancini. Tan transparente —Dijo irónica— ¿Qué planeas, Dario? ¿Usarla como coartada? ¿O como juguete para olvidar tu fracaso con la Stella Nera? — Verónica se acercó, la tensión entre ellos casi tangible— No te engañes. Stefano está detrás de esto. Y él siempre gana. Deberías entregarle a la chica. No vale la pena el riesgo.

En ese momento, Dario desvió la vista hacia la cabina, directamente a la ventana donde Luciana se ocultaba, como si supiera exactamente dónde estaba.

—Ella vale todo el riesgo, Verónica —levantando la voz. Luciana sintió que su estómago se encogía. Esto no era para Verónica. Era para ella.

Verónica se enderezó.

—Vine a darte una advertencia real. El juego no es solo de Stefano. Es de la ley. Un viejo amigo, el oficial Marco Bianchi, ha estado haciendo preguntas muy incómodas sobre un yate negro anclado ilegalmente. Me pidió que pasara a visitarte. Lo envié en una dirección falsa, pero no tardará en darse cuenta. Tienes que mover el barco, Dario.

—Te agradezco la preocupación. Ahora vete.

Pero el tiempo de la diplomacia se había agotado. Justo cuando Verónica se giraba para irse, una nueva voz irrumpió en la bahía. Fuerte, legal y con autoridad.

—Policía! ¡Oficial Marco Bianchi! ¡Este barco está bajo orden de revisión!

El shock en la cubierta fue inmediato. Los hombres de Dario, aunque preparados, se tensaron ante la llegada inesperada de la policía. Verónica sonrió con satisfacción. El caos era su elemento.

Marco llegó en una lancha de patrulla pequeña, con dos oficiales detrás, pero al ver a Verónica, su expresión se confundió.

—Dario Ferraro —  Marco se plantó frente al capo, ignorando a Verónica — Tengo una orden de registro para este barco. Estamos buscando a Luciana Mancini, testigo clave en el robo del Codex Florentinus, y por posesión de bienes robados.

Dario se interpuso entre Marco y la entrada de la cabina.

—La orden es falsa, Marco. Y lo sabes. Estás aquí por un chisme.

—Estoy aquí por la ley. Y por mi amiga. Sé que Luciana está aquí. Y sé que usted, Ferraro, la secuestró — Marco miró a Luciana a través de la ventana, sus ojos suplicando una señal. Luciana se quedó paralizada.

—No es un secuestro. Es un acuerdo de protección. Ella estaba a punto de ser entregada a Stefano Greco — replicó Dario con calma.

Marco se burló.

—¡Un criminal de su calibre hablando de protección! El único peligro aquí es usted. Si no me la entrega ahora mismo, mis hombres subirán y la tomarán por la fuerza.

Verónica intervino con una sonrisa helada, jugando a dos bandas.

—Marco, querido. No seas melodramático. Estoy segura de que Dario solo está siendo... posesivo. La chica puede irse cuando quiera, ¿verdad, Dario? Aunque, debo decir, se ve bastante feliz con su nuevo... estilo de vida.

Dario miró directamente a Marco.

—Luciana está aquí. Pero no es la fugitiva que buscas. Yo lo soy. Si quieres un arresto, arréstame a mí. Pero si entras a mi yate sin una orden federal válida, será guerra.

Marco sacó su placa, su mano temblaba de frustración.

—La orden fue emitida por un juez de Nápoles, bajo la presión de la fiscalía.

—No me tienes. Tienes un papel que fue manipulado por el hombre que quieres proteger, Stefano Greco. El hombre que usó a tu fiscalía para atraparme y para usar a Luciana. ¿No te preguntas por qué Verónica, la abogada que odia a Stefano, está en mi barco y te está dando esta información?

Marco se quedó estático, su mente policial luchaba contra la obvia trampa. Vio a Verónica, impecable y sonriente, junto al hombre que odiaba. La incoherencia de la escena era evidente.

—¡Luciana! ¡Dime la verdad! — gritó Marco, ignorando a Dario— ¡Si estás en peligro, haz una señal!

Luciana quería gritar. Quería correr a los brazos de Marco. Pero en su mano, el frío medallón la recordaba la verdad de Dario, Stefano era el enemigo. Marco, con su honestidad ciega, era el arma perfecta de Greco. Si Marco la liberaba, la entregaría directamente al hombre que la había tendido la trampa en Florencia.

Estaba paralizada, atrapada entre el hombre que representaba el orden y el hombre que representaba la verdad.

Verónica, supo que era el momento de dar el golpe de gracia emocional, y se dirigió a Luciana, acercándose a la ventana con una sonrisa condescendiente.

—Te entiendo. Él es muy persuasivo. Pero debes saber algo, el medallón tiene que ver con una deuda de sangre entre el abuelo de Dario y la familia de Stefano hace cincuenta años. Tu madre nunca fue una víctima inocente. Fue un mensajero que intentó cobrar una deuda vieja.

La afirmación golpeó a Luciana más fuerte que la revelación de Dario.

—¡Eso es una mentira! —gritó Luciana, golpeando el vidrio de la ventana.

—No lo es. Pregúntale a tu captor. Pregúntale por qué tu madre se puso en contacto con él justo antes de morir.

El rostro de Dario, que había permanecido impasible ante la policía, se contrajo ante la verdad de Verónica. El aire se hizo delgado.

Marco, usando la distracción, gritó una última vez.

—¡Luciana, ven conmigo! ¡Aquí! ¡Ahora! ¡Es tu única oportunidad de salir con vida!

Luciana se encontró en el centro de un huracán. La ley, Marco exigiendo su liberación. La Verdad, Verónica revelando que su madre era una ficha en un juego antiguo, y la protección forzada, Dario que la mantenía viva.

Ella no podía elegir. No podía correr. La verdad de Dario, aunque brutal, era la única que tenía sentido.

Dario actuó antes de que ella pudiera pensar.

Se acercó a la puerta de la cabina, deslizó el código de seguridad y la abrió. Agarró a Luciana por la cintura con una mano firme y posesiva, sacándola al frío aire de la cubierta.

La arrastró hasta la barandilla, justo frente a Marco y los oficiales, y frente a la sonriente Verónica.

Dario sujetó el rostro de Luciana con su mano libre, forzándola a alzar la vista hacia él, y la besó con una pasión pública y devastadora, con una necesidad que era un acto de guerra. Sus labios se presionaron con una autoridad ineludible, un fuego frío que le quemó la boca, como una proclama de alianza, una posesión sellada con fuego, ante sus dos rivales.

Marco, en la lancha, gritó de rabia, intentando saltar la barandilla. Los oficiales lo sujetaron.

Dario rompió el beso, pero no la soltó. Miró directamente a Marco, y luego a Verónica. Su rostro era puro triunfo glacial.

—Ella ahora es mía —declaró, su voz resonando en la bahía— No está aquí obligada. Nuestra tregua está sellada con fuego, policía —Gritó con fuerza— Aléjate, Marco, o serás el primero en arder — y mirando a Verónica añadió —Y tú, ¡Baja de mi yate en este instante!

Marco se quedó mudo, su rostro reflejaba el dolor de la traición.

Luciana, temblando en los brazos de Dario, se dio cuenta de que el precio de su protección acababa de ser pagado, su mejor amigo la creía relacionada con su peor enemigo, ahora no vendría a salvarla, ni volvería a creerle nada. Estaba marcada.

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