El Diamante Negro. La Herencia de la Sangre
El Diamante Negro. La Herencia de la Sangre
Por: Alexa Writer
1 El Beso del odio

El aire en el Palazzo Vecchio olía a dinero, a perfume francés caro y, para Luciana Mancini, a mentira. Las sonrisas de los críticos, coleccionistas y aristócratas eran tan falsas como las réplicas de arte que ella misma se negaba a tocar.

Estaban allí para la inauguración de la Galería de Arte Gracia Mancini, un nombre que era, al mismo tiempo el triunfo de un homenaje, y un monumento fúnebre.

¡Tres años!

Tres años desde que el cuerpo de su madre, Gracia Mancini, la brillante curadora de arte, había sido hallado sin vida. Un brutal ajuste de cuentas de la Mafia, según dijeron los reportes.

Los expedientes de la policía se cerraron sobre una verdad incompleta difícil de probar, y un secreto a gritos que la alta sociedad italiana se había apresurado a aceptar como cierta, para todos, los responsables eran los Ferraro, un apellido que en Florencia no significaba antiguedad, ni nobleza, sino poder, sangre y silencio.

Luciana se ajustó el vestido de seda verde botella, sintiendo que la ahogaba, con el cabello castaño recogido en un moño elegante que no lograba domar su temperamento. Sus ojos, haciendo juego con las esmeraldas de su joyería, no reflejaban el brillo de los reflectores, sino una resolución fría.

— Estás tensa, cara — murmuró una voz sebosa a su lado.

Luciana forzó una sonrisa hacia el Conde Stefano Greco, su padrino. Stefano era la viva imagen de la falsa calidez, un hombre corpulento y bien vestido con una sonrisa que nunca alcanzaba sus ojos.

— Es el peso del éxito, Padrino — respondió Luciana, girando un poco la copa de prosecco.

— El éxito es un peso ligero. La soledad de la justicia en cambio, esa sí es pesada — Stefano acarició su brazo con una familiaridad que a Luciana siempre le resultó incómoda — Recuerda, estoy aquí para proteger tu legado y tu nombre.

— Y yo estoy aquí para honrar la verdad de mi madre, padrino.

Un zumbido sordo, una oleada de murmullos se propagó desde la entrada y barrió la sala superando incluso la música de cámara. Los flashes de los medios se dispararon como salvas de cañón.

Luciana no necesitó girarse para saber quién había llegado. Podía sentirlo en la vibración del aire y en cómo el murmullo de la sala se convertía en un silencio tenso.

El Palazzo Vecchio acababa de recibir al demonio en persona. Dario Ferraro.

El hombre que la prensa había acusado de parricidio y, por extensión, de la red de crímenes que supuestamente se habían cobrado la vida de Gracia Mancini.

Luciana se dio la vuelta, preparada para la confrontación.

Dario Ferraro se movía con la arrogancia tranquila de quien sabía que era el único predador en la habitación. Su traje era de un negro tan profundo que parecía absorber toda la luz del salón.

Era alto, y su musculatura se tensaba bajo la tela costosa, y sus ojos grises, duros como el basalto húmedo, examinaban la multitud con un desinterés que era más insultante que cualquier amenaza.

Sus miradas se encontraron a través de la sala, y Luciana sintió que el prosecco se congelaba en su garganta.

No era solo odio, era una fuerza magnética brutal que negaba la distancia, una atracción animal que su cerebro rechazaba violentamente.

Dario caminó directamente hacia ella, dejando una estela de silencio a su paso.

— Felicidades, Signorina Mancini — dijo Dario, su voz era gutural y profunda, con un ligero acento siciliano que le daba un aire rústico y peligroso. No extendió la mano — Un hermoso homenaje para alguien muerto.

Luciana tragó saliva. La grosería era exactamente lo que esperaba, pero la intimidad de su tono la desarmó.

— Es una celebración, Signore Ferraro — replicó Luciana, forzando cada palabra a sonar fría y precisa — La de la justicia que mi madre nunca tuvo. La justicia que su apellido se ha encargado en enterrar — Encarándolo de frente.

Una sonrisa cruel y fugaz se dibujó en los labios de Dario.

— La justicia es cara, y la venganza, aún más. No tienes idea de con quién estás tratando — Se inclinó hacia ella. Su aliento cálido en el oído de ella y su cercanía eran una advertencia.

— ¿Esto le parece un juego, Signore? — El rostro de Dario se endureció — No, no un juego ¡Es un cáncer! — corrigió Luciana, la rabia finalmente rompió su fachada de seda y compostura.

El Conde Stefano Greco intervino con su falsa calidez para apartar a Dario, interponiendo su cuerpo entre ambos.

— Dario, per favore. No arruinemos la noche de mi ahijada. Tanta belleza no debería mezclarse con asuntos tan oscuros.

Dario no le prestó atención. Sus ojos grises permanecieron fijos en Luciana. La rodeó para detenerse a su lado y su mano se posó en el hombro de ella, como una advertencia silenciosa, pero también un inesperado anclaje. El calor de su palma se filtró a través de la seda tensando a la chica por completo.

— Tienes algo que es mío — le anuncio, bajando dramáticamente la voz — Y lo voy a recuperar.

Luciana supo que se refería al antiguo medallón que su madre llevaba al morir, un objeto que, según los rumores, había sido un regalo de la familia Ferraro.

 —No es suyo — replicó Luciana, sintiendo cómo el corazón le latía contra las costillas — Además, no debería estarme hablando, señor Ferraro, ya que su cercanía le costó la vida a una mujer inocente.

Dario se rio con un sonido áspero y un gesto retorcido terriblemente sexi.

— Una mujer inocente no se junta con ciertos hombres, piccola.

En ese instante, las alarmas de seguridad de la Galería se dispararon con un ruido histérico. El sonido rasgó la música de cámara y un hombre de seguridad irrumpió en la sala de exposiciones, con el rostro desencajado.

— ¡El Codex Florentinus ha sido robado!

— ¿Qué? ¿El manuscrito del siglo XV? — el encargado preguntó y el otro asintió.

El caos estalló. Invitados se cruzaban miradas suspicaces, y luego sus ojos buscaban al diablo, que se escabullía rápidamente entre la gente.

La seguridad gritaba y corría hacia las salidas. Y Luciana vio su oportunidad. No era una coincidencia. Dario Ferraro estaba ahí, y en medio de este caos, él era el culpable. Este robo era una fachada, un movimiento de distracción para algo más, estaba segura.

Luciana se olvidó de los consejos de Stefano, de la etiqueta, de sus zapatos de aguja y del miedo. Sus ojos se fijaron en Dario mientras sus pies se pusieron en marcha alcanzándolo.

— ¡Fue usted! — siseó con la boca seca, mientras la adrenalina reemplazaba a la rabia.

Dario no se molestó en responder a la acusación. Con la calma de un depredador, giró y se dirigió hacia un pasillo oscuro que conducía a una salida lateral de servicio.

Luciana no dudó. Esquivando a Stefano y a los guardias, se lanzó a la persecución.

Corrió por el pasillo de servicio, sus tacones resonaban sobre el mármol. Vio la sombra de Dario justo antes de que llegara a la puerta. No podía permitir que se fuera.

— ¡Alto, Ferraro! — casi gritó, y se abalanzó sobre él, atrapándolo por el brazo. La tela del traje era tan fuerte y firme como los músculos que cubría.

—¡Sé lo que hiciste! —  jadeó, aún con la mano aferrada a su bíceps — ¡Viniste a robar el pergamino como coartada para dejarme una amenaza! ¡No te saldrás con la tuya!

El rostro de Dario, que estaba a solo centímetros del suyo, reflejaba la impaciencia y una furia apenas contenida.

— ¿Tú de verdad crees que el capo de la Mafia de Florencia se arriesgaría a un escándalo público por un pedazo de papel viejo? — se burló, sus labios estaban tan cerca de los de ella, que casi podía respirar su mismo aire. La proximidad era electrizante, y peligrosa.

Luciana sintió cómo su agarre flaqueaba.

— Yo... no lo sé, pero usted está aquí. Y el robo es conveniente. ¡Dígame dónde está!

Dario se movió con la velocidad de un felino. En lugar de empujarla o golpearla, la acorraló contra el frío mármol del pasillo. Su cuerpo se convirtió en un muro de poder y calor, atrapándola en medio.

— Yo no robé tu estúpido pergamino, fiore — gruñó, su voz estaba cargada de un calor inesperado que la hizo temblar — Pero sé quién lo hizo. Y si no dejas de acusarme, la próxima vez…

No terminó la frase y en cambio dejó escapar el aire frustrado mientras la atravesaba con la mirada gris.

Luciana respiró el aFlorencia a sándalo y peligro de su piel, sintiendo cómo la presión de su cuerpo contra el suyo encendía una electricidad que no debería existir. La rabia se mezcló con otra cosa que la hizo odiarse a sí misma.

— ¡Quíteme las manos de encima! —  luchó ella, empujándolo con el poco espacio que tenía — ¡Voy a gritar y a decirle a la policía que he encontrado al ladrón!

En ese momento crítico, se escucharon pasos y voces acercándose por el pasillo, eran los guardias y la policía que acababa de llegar.

— ¡Por aquí!  — alguien gritó señalando al pasillo y Luciana abrió la boca lista para gritar el nombre de Dario. Pero él fue más rápido.

Con un movimiento brutal su boca se estrelló contra la de ella en un acto de silenciamiento y de dominación. Sus labios, firmes y exigentes, acallaron el grito que ella quería soltar. La mano que la había atrapado se movió hacia su nuca, apretando ligeramente, y forzándola a someterse al contacto.

El beso robado duró apenas un momento, pero fue suficiente para que Luciana sintiera una explosión en su estómago. El contacto era invasivo, violento, pero la química era innegable, y ardiente, un flash de calor que recorrió su cuerpo como una descarga eléctrica la hizo dejar de respirar.

Los pasos de los guardias y policías desfilaron justo a su lado ignorando a la pareja que se besaba en la oscuridad del pasillo, “ajena a la información del robo”.

Dario rompió el contacto tan bruscamente como lo había iniciado. Su rostro estaba a centímetros del de ella, y su respiración era visiblemente agitada.

— Esto... es una advertencia —  susurró, con los ojos fijos en los de ella, buscando una reacción —  La próxima vez que me acuses frente a la ley, no tendré piedad.

Luciana reaccionó con la única arma que tenía. Alzó la mano y lo abofeteó con una fuerza que hizo resonar el golpe en el pasillo.

El impacto pareció sorprenderlo, pero no lo enfureció. En lugar de eso, Dario se inclinó hacia atrás y soltó una carcajada ronca, burlona que destacaba sus rasgos sensuales.

Con una gracia letal, se dio la vuelta. Mientras caminaba hacia la salida, se pasó una mano por la solapa de su traje, como si estuviera alisando el lugar donde ella lo había golpeado.

Y fue en ese gesto fugaz, al sacudir la tela, cuando un trozo de papel arrugado se deslizó de su bolsillo al suelo, sin que él lo notara. Luciana le clavó la vista de inmediato, mientras Dario desaparecía bajo el celo nocturno.

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