2 La Trampa de Greco

Luciana se quedó sola, con el sabor amargo de la mentira y el contacto eléctrico de su boca. Su respiración era superficial y errática. El pasillo se sentía repentinamente frío.

La policía y los guardias irrumpieron en el pasillo, buscándola.

— ¡Signorina Mancini! ¿Se encuentra bien? ¿Vio algo?

Luciana se recompuso con un esfuerzo monumental, borrando todo rastro de la bofetada y el beso.

— Estoy bien. Solo el susto. La persona que vi se fue por la calle principal… creo — Era la mentira más convincente que podía inventar.

Marco Bianchi, su amigo y protector de toda la vida, llegó corriendo, su rostro estaba contorsionado por la preocupación. Marco era todo lo que Dario no era, seguro, amable y leal.

— ¡Luciana! Gracias a Dios, ¡Por la Madonna! — Marco la abrazó con una fuerza protectora que ella sintió hasta los huesos.  — Vi a Ferraro salir de aquí como un rayo. ¿Te hizo algo? ¿Qué quería?

— Humillarme — mintió encogiéndose de hombros y sintiendo la culpa al mirar el rostro sincero de Marco — Nada más.

Cuando Marco se apartó para revisar el pasillo con la mirada de un profesional, Luciana regresó la vista a lo que había en el suelo. Pequeño, arrugado, y claramente caído del bolsillo del traje de Dario.

Luciana se agachó disimuladamente, mientras Marco daba órdenes a sus oficiales y recogió el papel garabateado con un bolígrafo.

— Via del Vento, número 12.

Una dirección. Específica. En el corazón del Palazzo Vecchio.

Luciana sintió una punzada de duda tan aguda como un cuchillo. Marco estaba a su lado, el camino obvio era entregarle esa pista a su amigo.

Pero, ¿por qué el capo de la Mafia, el hombre más temido y controlador de Italia, dejaría caer una pista tan obvia?

La sonrisa burlona y sexi de Dario en el pasillo, su advertencia de que él no había sido el ladrón, la golpearon con una fuerza renovada.

¿Era esto una negligencia? ¿O una trampa?

Luciana sintió el calor de la venganza fluir por sus venas, superando el miedo. Si esa dirección era real, podría llevarla al Codex Florentinus robado, o, mejor aún, a una pista sobre el medallón de su madre y la verdad sobre los crímenes de los Ferraro.

Apretó el papel contra su palma, sintiendo la textura arrugada y el calor que parecía emanar de él.

— ¿Encontraste algo?

Ella se puso sobre aviso y cambió de tema.

— No, es que… — mostrándole a Marco la mano con una uña rota — El susto fue grande.

Marco la tomó de la mano, de modo protector.

— ¡Imbécil! Iré a interrogar a Ferraro. ¡Juro que pagará por lo que le pasó a tu madre!

— No —  dijo Luciana, su voz ahora más firme, con una decisión que no tenía un segundo antes — Déjelo ir. El robo es lo de menos, además no tenemos nada que lo vincule a él.

Marco ladeó la cabeza sin estar muy convencido, pero asintió. En realidad, era cierto, nada lo vinculaba al robo.

Mientras Marco se retiraba para dirigir la investigación, Luciana se deslizó lejos de los flashes y el caos. Se apoyó contra una columna, sintiendo el papel quemándole la mano.

El hombre al que odiaba la había humillado, la había besado y, quizás, la había guiado directamente a su escondite.

La justicia legal ya le había fallado a su madre. Era hora de que la venganza personal comenzara, y el propio Ferraro le acababa de dar esa oportunidad, ¿Tendría las agallas para atraparlo con las manos en la masa?

Solo había una forma de saberlo.

Luciana se dirigió hacia la salida lateral. No iba a esperar a la policía. Iba a ir a la Via del Vento ella misma.

El motor rugía bajo el capó del Maserati, un sonido visceral que Luciana sentía vibrar en la base de su cráneo. Había dejado Florencia a sus espaldas, ignorando las llamadas de Marco, los mensajes angustiados de Stefano y el instinto de supervivencia que le gritaba ¡Detente!

Había tomado la decisión, si Dario Ferraro era el ladrón y el asesino, lo atraparía con sus propias manos, usando su arrogancia como cebo.

El papel arrugado en su mano indicaba una dirección fuera Florencia. Era un código que la guio hasta un distrito industrial desolado en las afueras de Florencia.

La dirección no correspondía a un palacio secreto ni a una bóveda de contrabando, sino a una mansión de piedra en ruinas, flanqueada por cipreses muertos. Las ventanas estaban tapiadas. El lugar respiraba abandono y peligro, muy distinto a la pulcra frialdad de los Ferraro.

Luciana detuvo el coche a cierta distancia. Se había cambiado el vestido de seda por pantalones oscuros y un jersey de cuello alto. Ya no era la curadora de arte. Era una cazadora.

Se acercó a la mansión por el jardín descuidado, el crujido de la grava bajo sus botas era el único sonido aparte del latido salvaje de su corazón. La puerta de servicio estaba abierta, colgando de un gozne oxidado.

— Dario — susurró, para si misma — Si esta es una trampa, te juro que me la pagarás.

Entró. La casa era un cascarón vacío. El aire era denso, y el fantasma de la opulencia pasada pululaba lleno de polvo. No había pergaminos robados, ni cajas fuertes, ni signos del sofisticado imperio Ferraro.

— ¿Buscas a alguien, signorina? — La voz no era la de Dario. Era áspera, desconocida, y venía de la sombra más profunda de la sala.

Luciana se giró, mientras la adrenalina la inundaba.

Dos hombres corpulentos salieron de la oscuridad, vestidos de negro y con los rostros cubiertos con pasamontañas. Eran profesionales, no matones de calle, y la forma en que cerraron la distancia con ella no dejaba lugar a dudas.

— ¿Dónde está Ferraro? ¿Qué es esto? — Luciana intentó que su voz sonara firme, pero le falló la respiración.

— Ferraro no vendrá — dijo el primero, con un tono burlón — Y esto, bambina, es una invitación de tu padrino.

El golpe fue rápido y eficiente. Antes de que Luciana pudiera gritar o correr, el segundo hombre la inmovilizó. Sus manos fueron sujetadas por detrás con bridas de plástico gruesas, cortando la circulación al instante.

Ella no podía creerlo, tenía que ser mentira, tenía que ser Ferraro inculpando al Conde.

— ¿Stefano Greco? ¿Qué tiene que ver él con esto?

El primer hombre se acercó, y sacó una navaja, y por un momento Luciana contuvo el aliento. El hombre cortó la manga de su jersey.

— Nada. Excepto que él es el jefe, y quería conocer al pájaro enojado que está acosando a su verdadero objetivo. Hemos estado esperando aquí. Sabíamos que, tarde o temprano, alguien vendría a por la basura que dejó el arrogante de Dario.

El terror se apoderó de Luciana, reemplazando la rabia. Había caído en una trampa que no era para ella, ¡Sino para Dario!

Una red tejida por su propio padrino. La verdad era un puñetazo. Stefano Greco era el verdadero capo. Y Dario, quizás, solo un rival.

— El Conde Greco tiene un mensaje para ti  — continuó el hombre, empujándola contra una pared mohosa — Deja de buscar. Y dile a Ferraro que el diamante negro pertenece al hombre que sabe usarlo. Y no al payaso que lo perdió.

— ¡No sé de qué hablan! ¡Yo solo quería el pergamino! —  gritó Luciana, la desesperación la hacía luchar contra las bridas que le laceraban la piel.

El hombre se rio, su aliento fétido le golpeó la cara.

—El pergamino era el cebo, tesoro. Tú eras el pez. Y ahora, tendremos que atarte para que el Conde te pueda interrogar personalmente.

Los hombres de Greco comenzaron a arrastrarla hacia un sótano oscuro. El pánico la cegó. La venganza se había convertido en una condena.

En medio de su lucha inútil, el aire se rasgó con un sonido que no pertenecía al silencio de la ruina. Un trueno sordo, grave, acercándose con una velocidad irreal.

Los hombres de Greco se detuvieron, tensos.

— Un coche. ¿Policía?

—No — dijo el segundo hombre — Ese motor… es demasiado rápido, es un auto caro.

Un todoterreno blindado, de un negro mate intimidante, se detuvo en seco frente a la entrada. No hubo bocinazos, solo la autoridad de la presencia. Las luces se apagaron. La puerta del conductor se abrió con un sonido sólido y sutilmente mecánico y Dario Ferraro salió de él.

No vestía el traje de gala. Llevaba ropa táctica, pantalones oscuros y una chaqueta que marcaba la amplitud de sus hombros. La luz de la luna apenas lo iluminaba, pero su aura de peligro se proyectaba a lo largo del pasillo.

Los hombres de Greco no dudaron. Sacaron sus armas y apuntaron.

— Ferraro — espetó el primer hombre, soltando a Luciana por un instante y lanzándola contra el suelo — Esto no te incumbe.

Los ojos de Dario, brillaban con una intensidad glacial en la penumbra. Se movió un paso hacia adelante. Luciana vio, a lo lejos, la sombra de otros dos hombres saliendo del coche, posicionándose estratégicamente.

— Ella es mía — dijo Dario — Y nadie toca lo que es mío.

El hombre de Greco se rio con una risa forzada.

— No me hagas reír. ¿Una curadora de arte es ahora un activo de los Ferraro?

— Un activo que tú has lastimado — corrigió Dario y Dio otro paso.

La tensión se rompió en un instante de acción vertiginosa. El equipo de Dario no disparó. Simplemente se movió.

Dario mantenía la mirada fija en el primer hombre, sus dos guardias se deslizaron en la habitación con silenciadores. Uno se encargó del segundo hombre en la sombra. El otro se dirigió al primero desarmándolo con una precisión humillante.

Dario no movió un dedo permitiendo que su equipo demostrara la superioridad de la disciplina y la estrategia, mientras los hombres de Greco estaban paralizados, desarmados y con las manos alzadas.

— No matamos a los peones — dijo Dario, acercándose a ellos. Su voz era ahora puramente glacial.

Señaló a sus hombres.

— Átenlos con sus propias bridas y déjenlos en la calle. Que Stefano sepa que su red es fácil de desmantelar.

Luciana observó el espectáculo, temblando. Ferraro no era un asesino impulsivo. Era un general frío y calculador que usaba la violencia como última opción, prefiriendo el deshonor y el control.

Dario se acercó a Luciana. Con la misma navaja que el hombre de Greco había usado para amenazarla, cortó las bridas de plástico que le cortaban las muñecas. El alivio fue instantáneo, seguido de un dolor punzante.

— Nunca haces lo que te dicen, ¿verdad, Luciana? — Su tono era de decepción.

Luciana se frotó las muñecas. La piel estaba roja, marcada.

— Creí que la dirección era un mensaje. Una pista sobre el robo — admitió.

— Era un anzuelo — espetó — Para mí.

Claro, ella ya lo había notado.

Antes de que ella pudiera responder, Dario la levantó del suelo sin esfuerzo, como si fuera una muñeca. Su cuerpo era duro, firme, y su calor se extendió rápidamente.

— ¡Bájame! ¡Puedo caminar!

—Ya has caminado lo suficiente por el camino equivocado — caso escupió.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP