Marco la amaba. Marco la odiaba. Y ella era la razón. Se sintió como una piedra arrojada a un estanque, provocando ondas de caos sin control.
Dario la tomó del brazo con una firmeza que no permitía discusión. No había ternura ni rabia, solo la frialdad pétrea de un estratega.
La guio fuera de la suite a un estudio adyacente de paredes forradas de madera oscura y una chimenea. El lugar olía a historia, a viejos acuerdos sellados con sangre y a leyes no escritas.
— Tu nombre ahora es Chiara — dijo Dario, su voz baja, resonaba con la autoridad innegable de un rey en su trono. La sentó en un sillón de cuero grueso, parándose frente a ella — Marco ya está en Roma, hace preguntas e investiga a gente relacionada contigo. Tienes menos de veinticuatro horas para dejar morir a Luciana Mancini. No es una sugerencia, es la única forma de que yo pueda defenderte sin que traigas la ruina sobre los dos.
Luciana lo miró, sus ojos grises y desafiantes no le desviaron la vista, pero los suyos, llenos d