Ana Lucía Ramírez nunca imaginó que ayudar a una niña perdida cambiaría su vida para siempre. Acusada de secuestro, es obligada por el padre de la niña, el implacable CEO Maximiliano Santillana, a cuidar de ella como castigo. Lo que comienza como un castigo se transforma en un torbellino de emociones, secretos familiares y traiciones. En una mansión donde no pertenece, rodeada de miradas que juzgan y de un hombre que no cree en el amor, Ana Lucía deberá decidir si lucha por su dignidad… o se deja atrapar por un corazón que empieza a latir por ella.
Leer másEl bullicio de la ciudad vibraba bajo los pies de Ana Lucía como un pulso incesante que recordaba que todo en la vida se movía… menos ella. En medio de la avenida más elegante y costosa, rodeada de vitrinas relucientes, autos lujosos y personas con trajes que parecían costar más que su salario mensual, Ana Lucía se sintió minúscula, pero no invisible. Había algo en ese caos elegante que la atraía como un imán. Un día, se decía, un día esa sería su rutina, su mundo.
El cielo sobre ella estaba limpio, con nubes apenas delineadas por el sol de la mañana. El aire olía a café recién hecho, perfume caro y humedad de asfalto. Caminaba con paso firme aunque lento, deteniéndose de vez en cuando a admirar los edificios. Sus ojos se detuvieron en uno en particular: una torre de cristal que parecía tocar el cielo. Era el edificio Santillana, sede de una de las corporaciones más influyentes del país. —Algún día… —murmuró para sí, sonriendo con esperanza—. Algún día trabajaré en un lugar como este. El reflejo del sol sobre el vidrio la obligó a entrecerrar los ojos. Le fascinaba imaginarse allí dentro, usando tacones y traje, sosteniendo una carpeta con cifras que solo ella entendería. Ya no más turnos agotadores en el café donde apenas podía estudiar en las noches. Ya no más sopa recalentada ni cuentas impagas. Quería más. Necesitaba más. Justo cuando comenzaba a caminar de nuevo, algo chocó contra sus piernas. Un pequeño cuerpo rebotó contra ella y seguido se escuchó como algo cayó al suelo con una exclamación suave. —¡Ay! —gimió una vocecita aguda y temblorosa. Ana Lucía bajó la mirada con el corazón acelerado y se encontró con una niña de unos seis años, sentada en el suelo, con dos coletas desordenadas y un vestido blanco que ahora tenía una mancha rosa claro, producto del helado que goteaba aún desde su manito derecha. —¡Dios mío! Lo siento muchísimo —dijo Ana Lucía, agachándose enseguida, la voz impregnada de preocupación—. ¿Te hice daño? La niña la observó con una mezcla de sorpresa, curiosidad y algo de juicio. No lloraba, lo cual Ana Lucía agradeció con un suspiro, pero sí fruncía el ceño con la intensidad de quien está decidiendo si armar un escándalo o no. —Mi helado… —susurró la niña con un puchero tímido, los labios ligeramente temblorosos. Ana Lucía sonrió. Había algo enternecedor en ella. Su piel tostada por el sol, las pecas diminutas en su nariz y esos ojos enormes y castaños, redondos como los de un cervatillo, la hacían parecer salida de un comercial de ropa infantil. —Bueno, eso se puede arreglar —respondió con ternura—. ¿Dónde están tus papás? La pequeña guardó silencio. El helado derretido chorreaba por su brazo como si acompañara la lentitud de sus pensamientos. —Están en el centro comercial de la otra cuadra —contestó finalmente, señalando con un dedito manchado. —¿Tan lejos? —repitió Ana Lucía, sorprendida. La niña asintió. Ana Lucía giró la cabeza buscando a alguien, algún adulto que la estuviera observando o buscándola, pero no había nadie. La calle vibraba con el bullicio habitual: bocinazos, risas lejanas, pasos veloces… pero ninguna mirada pendiente de la pequeña. —Vamos, te llevo con tus papás, ¿te parece? La niña la miró con una mezcla de picardía y esperanza. —¿Me compras otro helado primero? El puchero fue tan bien ejecutado que Ana Lucía soltó una risa suave, casi musical. —Trato hecho —aceptó, tendiéndole la mano con un gesto protector. La niña la tomó de inmediato, con la confianza con la que solo los niños saben entregarse. Caminaron hacia una heladería cercana, de esas de esquina con toldo a rayas y aroma a vainilla flotando en el aire. El sol acariciaba la acera con su calor amable y una brisa juguetona alborotaba los cabellos sueltos de ambas. Ana Lucía eligió una paleta de vainilla para sí y una de fresa para la pequeña. —Gracias —dijo la niña, y al primer lametón, su nariz terminó manchada de rosa. Ana Lucía soltó una risa más abierta. Algo en esa escena le despertó recuerdos dormidos de su propia niñez. De cuando su madre la llevaba los domingos a comer helado después de misa. De los vestidos con olanes, de las carcajadas sin motivo. —¿Cómo te llamas? —preguntó mientras caminaban rumbo al centro comercial. —Emma. ¿Y tú? —Ana Lucía. —Tienes cara de princesa, pero con ropa de mesera —dijo Emma sin filtros, ladeando la cabeza para mirarla mejor. Ana Lucía se echó a reír, sorprendida por la franqueza. —¡Vaya! Qué observadora. Trabajo en una cafetería, pero estoy estudiando para ser ejecutiva. —Como mi papá. —¿Él también estudió mucho? —No sé. Solo sé que trabaja en ese edificio que estabas mirando —señaló sin mucho interés, lamiendo su helado—. Pero no es divertido. Ana Lucía frunció el ceño. —Espera… si trabaja en ese edificio, ¿por qué vamos al centro comercial? Emma se quedó en silencio. Por un momento pareció que se encogería como una tortuga nerviosa, pero en lugar de eso, levantó el mentón con una actitud inesperadamente resuelta. —Están de compras. Prometieron jugar conmigo en el centro comercial, pero yo quería helado primero. Ana Lucía no quedó muy convencida. Sin embargo, Emma no parecía perdida, sino… ignorada. Como si supiera muy bien dónde estaba y qué hacía, pero se hubiera escapado buscando algo más simple: un poco de atención, algo de dulzura. La muchacha decidió acompañarla. Tenía la tarde libre y algo en esa pequeña le tocaba fibras que no había sentido en mucho tiempo. Al llegar al centro comercial, un edificio moderno con columnas altas, ventanales brillantes y aromas mezclados de perfumes, comida rápida y aire acondicionado, Emma abrió los ojos con entusiasmo. Al ver la zona de juegos, soltó lo poco que quedaba de su helado en las manos de Ana Lucía y corrió con una risa que llenó el espacio. —¡Miraaa! —gritó, señalando un castillo inflable—. ¡Tiene tobogán! Ana Lucía apenas tuvo tiempo de asentir antes de que Emma se lanzara a la aventura. Se sentó en una banqueta frente al área de juegos, sintiendo el frescor del aire en contraste con el calor del sol que aún brillaba tras las cristaleras. Desde allí, observó a Emma reír, trepar, lanzarse por el tobogán una y otra vez como si cada bajada fuera la primera. La pequeña gritaba, se revolcaba, se caía y se levantaba sin que nadie le dijera: "Cuidado Emma", "Bájate de ahí", "Eso no se puede", "No hables así". Era libre. En ese instante, Emma no era la hija de nadie. Solo una niña siendo niña. Ana Lucía se sorprendió a sí misma sonriendo de forma sincera. Algo en su pecho se ablandó. A su alrededor, las risas de otros niños, el sonido repetitivo de una máquina de peluches, el tintineo de monedas cayendo en un juego… Todo formaba parte de una sinfonía infantil que hacía mucho no escuchaba. Se preguntó cómo alguien podía dejar a una niña tan viva, tan brillante, tan llena de preguntas… para irse de compras. —Gracias —dijo una vocecita a su lado de repente. Emma había vuelto, sudada, despeinada, con las mejillas coloradas y la mirada brillante. Se sentó junto a Ana Lucía y apoyó la cabeza en su hombro sin pedir permiso, como si supiera que ahí podía descansar. —¿Por qué me das las gracias? —Por jugar conmigo —susurró. Ana Lucía sintió un nudo en la garganta. Le acarició el cabello con suavidad, sin responder, mirando hacia la entrada del centro comercial con una nueva pregunta en el corazón: ¿Dónde estaban los padres de Emma… y por qué no la estaban buscando? Mos querid@s lector@s, les traigo una nueva historia. Espero sea de su agrado y disfrute leer ❤️ Sígueme si aún no lo haces 😻Meses después El sol de la tarde caía oblicuo sobre los ventanales altos de la iglesia, tiñendo las paredes de piedra con un resplandor áureo. Los vitrales multicolores dibujaban en el suelo mosaico de luz que parecían danzar al ritmo de las voces del coro. Afuera, el aire olía a magnolias recién abiertas y al incienso que se escapaba por la puerta principal. Ana Lucía respiró profundo, acomodándose el velo que caía en cascada sobre sus hombros. El vestido, blanco marfil con bordados de encaje y diminutas perlas cosidas a mano, la envolvía con la delicadeza de una nube. Su corazón latía con una fuerza tan intensa que podía jurar que cualquiera a su alrededor lo escucharía. Adela, con los ojos humedecidos, sostenía su ramo de rosas blancas y gardenias, mientras Camila, vestida de azul claro, jugueteaba nerviosa con un lazo de satén. —Estás radiante, hija —susurró Adela, con una voz que temblaba entre la nostalgia y el orgullo—. Tu madre estaría feliz de verte así. Ana Lucía so
Un año después El sol del mediodía acariciaba con suavidad los jardines de la mansión, llenándolos de destellos dorados que se filtraban entre las ramas del viejo roble. La brisa movía con delicadeza las hojas, y el aire traía consigo un perfume fresco de bugambilias y jazmín. El canto de los pájaros se mezclaba con las risas cristalinas de los niños, creando una melodía perfecta para un día que parecía tejido de felicidad.En medio del césped, Emmanuel tambaleaba con pasos torpes y decididos. Sus piernitas regordetas parecían de algodón, y cada movimiento era una pequeña batalla entre el equilibrio y la caída. Ana Lucía lo seguía de cerca, con los brazos extendidos, preparada para sostenerlo en caso de tropiezo.—¡Eso, mi amor! —lo animaba con la voz vibrante de alegría—. Vamos, un pasito más…Rey, el perro leal de la familia, corría en círculos alrededor del pequeño, como si celebrara cada intento. Sus ladridos eran una mezcla de entusiasmo y nerviosismo, cuidando que nadie se acer
El día de la salida llegó más pronto de lo que Ana Lucía esperaba. La mañana amaneció clara, con un sol dorado que se filtraba por las persianas de la clínica. Afuera, el bullicio de los autos y el canto lejano de algunos pájaros parecían celebrar el inicio de una nueva etapa.Ana estaba recostada en la cama, con Emmanuel en sus brazos, dormido profundamente. La fragancia del jabón neutro y las sábanas limpias se mezclaba con el olor dulzón de la leche materna. Sentía el peso tibio de su hijo contra su pecho, y esa sensación la llenaba de una calma indescriptible.Maximiliano entró con una sonrisa luminosa, sosteniendo una bolsa con la ropa que había elegido para ella. Su mirada brillaba con un orgullo sereno.—Ya firmaron los papeles, amor. Hoy volvemos a casa —anunció, acariciándole la frente con ternura.Ana Lucía sonrió, aunque sus ojos se humedecieron. —Parece mentira… apenas ayer lo tenía dentro de mí, y ahora lo llevo aquí, respirando en mis brazos.Maximiliano se inclinó y be
El aire en el pasillo de la clínica era denso, cargado de ansiedad. El tic-tac del reloj parecía martillar cada segundo en la sien de Maximiliano. Había caminado tanto en círculos que la suela de sus zapatos empezaba a chirriar contra el suelo encerado. De pronto, un grito distinto rompió la espera. No era el dolor de Ana… era un llanto agudo, frágil y a la vez poderoso, que atravesó las paredes como un milagro.Maximiliano se quedó inmóvil, con el corazón desbocado. Las lágrimas se le agolparon en los ojos incluso antes de que una enfermera apareciera en la puerta con una sonrisa.—Señor… felicidades. El bebé ha nacido.El hombre sintió que las piernas se le aflojaban. Avanzó tambaleante, casi sin escuchar el resto de las palabras. Su respiración era entrecortada, como si hubiera corrido kilómetros.—¿Y Ana? —preguntó, con un hilo de voz.—Está exhausta, pero estable. El parto fue complicado, pero ella luchó con todas sus fuerzas.Maximiliano cerró los ojos con un suspiro que fue mit
El segundo amanecer en la mansión fue distinto para Ana Lucía. Aunque todavía se sentía frágil, la rutina de amor que la rodeaba había empezado a devolverle un brillo perdido. El olor a café recién colado llegaba desde la cocina, mezclado con el perfume de los jazmines del jardín que se filtraba por la ventana abierta. Desde la cama, podía escuchar las risas de Emma en el pasillo, inventando juegos con Camila, y el murmullo grave de la voz de Maximiliano conversando con un empleado sobre un detalle de la seguridad.Todo parecía en orden. La casa respiraba un aire de paz. Sin embargo, esa paz estaba destinada a romperse.Eran cerca de las once de la mañana cuando un sonido metálico, seco y contundente, retumbó en el portón principal. El golpe no fue el usual timbre discreto de los visitantes, sino un llamado fuerte, casi desesperado. Los guardias se miraron entre sí antes de abrir la reja con cautela.En la entrada se encontraba Francisco. Su figura era inconfundible: traje oscuro, cab
El alta llegó antes de lo que Ana Lucía esperaba. Los médicos, tras varios días de vigilancia estrecha, decidieron que estaba lista para continuar la recuperación en un ambiente menos aséptico y más humano. Había avances notables: su presión era estable, su respiración más firme, y aunque todavía debía caminar despacio y con ayuda, su cuerpo había respondido a la vida como quien se aferra con uñas y dientes.La noticia corrió entre los suyos como un fuego dulce. Maximiliano fue el primero en sonreír con esa mezcla de alivio y orgullo que se le había vuelto habitual desde que Ana despertó. Tomó la mano de ella y la besó con un fervor casi adolescente.—Amor, nos vamos a casa. Ya no más paredes frías ni luces que nunca se apagan. Vas a respirar aire limpio, vas a sentir el calor de un hogar.Ana Lucía asintió, con los ojos brillando de emoción. Una lágrima se le deslizó por la mejilla, pero no era de miedo. Era la sensación de volver a empezar.Doña Adela, siempre al pie del cañón, se p
Último capítulo