El cielo comenzaba a aclararse cuando Maximiliano Santillana salió de la mansión. El motor de su automóvil rugió suave al encenderse, y los faros cortaron la penumbra como dos ojos encendidos. No había emitido una sola palabra desde que despertó. Se había vestido con precisión quirúrgica: traje oscuro, camisa celeste, corbata gris plomo perfectamente anudada. Ninguna arruga, ninguna mancha. Ni una emoción que traicionara lo que hervía bajo la superficie.
El chofer lo saludó al abrir la puerta trasera, pero Maximiliano solo asintió con la mandíbula apretada. Afuera, el aire aún cargaba la humedad fría del rocío, y las primeras aves se atrevían a romper el silencio del alba con trinos suaves. Mientras el coche se alejaba por el camino adoquinado, sus ojos, sombríos y fijos, miraban al frente. Pero su mente seguía atrapada en otra imagen: Ana Lucía abrazando a Emma bajo la luz dorada del jardín.
Se revolvió en su asiento, incómodo.
¿Por qué diablos no podía dejar de pensar en ella?
No er