Al llegar a casa, Emma corrió con una sonrisa luminosa y los brazos abiertos hacia su madre. Catalina la recibió de rodillas, con un gesto ensayado que parecía brotarle del alma, aunque en su mirada había un brillo calculador.
—¡Te extrañé, princesa! —exclamó Catalina, apretándola contra su pecho con una efusividad que rozaba lo teatral.
—Yo también te extrañé, mamá —respondió la niña con una voz dulce.
Ana Lucía llegó unos pasos detrás, cargando con las mochilas de Emma y algunos juguetes. Observó en silencio cómo madre e hija se fundían en un abrazo. Su corazón se encogió un instante, no por celos, sino por una sensación de vacío: sabía que nada podía competir con el amor de una madre biológica. Sin embargo, la sola idea de que Catalina intentara borrar el vínculo que ella había forjado con Emma le provocaba una punzada de dolor.
Catalina, con una sonrisa tan amplia como afilada, se puso de pie aún tomado de la mano de la niña y cruzó el umbral de la casa. Su andar era elegante y se