En la oficina del CEO, Maximiliano repasaba el expediente que había pedido discretamente. Fotografías, historial académico, lugar de trabajo. Todo de Ana Lucía.
Sin antecedentes. Buenas calificaciones. Madre fallecida. Vive con su abuela. Trabaja para pagar su universidad. Algo dentro de él le decía que la chica no era culpable. Pero su mundo no funcionaba con suposiciones. Y su hija no dejaba de nombrarla. Golpeó la carpeta contra la mesa, se levantó, tomó su abrigo y se dirigió hacia la comisaría. —Llama al chofer que me espere en la entrada del edificio —ordenó a su asistente. Mientras tanto, en la comisaría. La celda olía a encierro, a sudor, a desolación. Ana Lucía llevaba más de 12 horas en ese espacio gris, donde el frío del piso de concreto se le había adherido a la piel. No sabía si era de noche o de madrugada; la luz blanca, constante y cruel del fluorescente, no lo permitía adivinar. El silencio se rompía cada tanto por los pasos pesados de un guardia o por el quejido de una puerta oxidada. Estaba sentada en un banco de cemento, abrazando sus rodillas. Su ropa, la blusa con manchas de helado era un recordatorio de que el día anterior había sido una más de su lucha para superarse… hasta que el mundo se le vino abajo. El sonido de una llave girando en la cerradura la hizo levantar la cabeza. Un oficial empujó la puerta con desgano. —Ramírez Ortega. Tiene visita. —¿Mi abuela? —preguntó de inmediato, con esperanza. —No. Es un abogado… o algo así. Camina. La condujeron a una pequeña sala de visitas con un vidrio de por medio. Pero esta vez no había vidrio, ni teléfono, ni distancia. Frente a ella estaba él. Maximiliano Santillana. Impecable. Imponente. Con un traje negro sin una sola arruga, los puños de la camisa blanca sobresaliendo con precisión milimétrica, y el mismo rostro de piedra de siempre. Ana Lucía se detuvo al verlo, sus ojos se enturbiaron de rabia y confusión. —¿Qué hace usted aquí? —espetó, con la voz cargada de desprecio. Maximiliano no respondió al instante. Por un momento pensó que ella se mantendría sumisa por ser el Maximiliano Santillana. La evaluó con la mirada, como si observara una pieza fuera de lugar. —Venía a hacerte una propuesta. Pero creo que quiere seguir en este lugar. Siendo tan grosera. —¿Una propuesta? —rio amargamente—. ¿Después de hacer que me arrestaran por un delito que no cometí? Cuando debería estar usted en este lugar por ser un padre tan irresponsable en dejar a una niña de seis años sola. —cómo te atreves a hablarme así. Las circunstancias fueron confusas: mi hija desapareció de la vista de su niñera. Y usted fue una irresponsable en llevársela sin antes preguntar. Ana Lucía apretó los puños. Las uñas cortas se le clavaron en las palmas. —Yo solo la escuché. Se nota lo mal padre que es, ya que la niña necesitaba salir de su yugo y jugar como cualquier niño de seis años. ¿Eso es delito ahora? Maximiliano se acercó un paso. Su tono cambió: menos juicio, más negociación. —No estás aquí para discutir justicia. Estás aquí porque necesitas salir. —¡Soy inocente! —gritó—. No debería estar aquí. Él alzó una ceja. —La fiscalía no lo ve así. Tu versión no tiene peso. No tienes abogado. No tienes recursos. Y la denuncia está firmada por mí. Podrías pasar semanas aquí… o meses. Ana Lucía lo miró con incredulidad. Cada palabra era un golpe. —¿Me está… chantajeando? Maximiliano respiró hondo. —Estoy ofreciéndote una salida. Algo… conveniente para ambos. Ella cruzó los brazos. —Diga de una vez que quiere. —Mi hija no deja de hablar de usted. No quiere otra niñera, ni tutora, ni institutriz. Te quiere a ti. Ana Lucía lo miró como si hubiera dicho una barbaridad. —¿Después de hacerme pasar una noche en la cárcel… quiere que cuide a su hija? Solo para que ella no lo odie. —Una situación por un mes —respondió sin inmutarse—. Te sacaré de aquí ahora mismo, dejaré el caso sin efecto, y te llevaré a mi casa. Allí firmarás un contrato temporal. Solo un mes. Emma te quiere cerca. Y tú necesitas que esto desaparezca de tu historial. Ana Lucía se quedó en silencio unos segundos. El silencio zumbaba en sus oídos. ¿Estaba loco? ¿Estaba jugando con ella? —¿Y si me niego? —Entonces te deseo suerte explicándole al juez por qué estabas con una menor sin permiso y sin representación. El sistema no suele escuchar a gente como tú. Y sin dejar atrás las ganas que tienes de superarte. ¿Crees que alguien podrá contratarte con un expediente de secuestro? La crueldad implícita en su tono la hizo estremecerse. Quiso gritarle. Quiso escupirle en la cara. Pero la realidad era más dura que su dignidad. No podía pasar otra noche ahí. Su abuela no tenía recursos. Su futuro pendía de un hilo. Lo miró con rabia contenida. —Acepto… con una condición. —Habla —dijo él, sin sorpresa. —No dejaré mis estudios. Trabajo las horas que su contrato indique, pero mis clases no se tocan. No dejaré de estudiar. Los labios de Maximiliano se curvaron apenas. Una línea apenas visible. —Hecho. Sacó el celular y marcó. —Que preparen la liberación. De inmediato. En menos de treinta minutos, Ana Lucía ya no llevaba el uniforme de reclusa. La envolvía un abrigo prestado y el frío del exterior le mordía las mejillas, pero al menos era libre. Una camioneta negra los esperaba. Subió sin decir una palabra. El trayecto fue tenso. Ana Lucía miraba por la ventana, evitando cualquier contacto visual. El olor del cuero de los asientos, la música instrumental suave y el leve aroma a menta del interior del vehículo contrastaban brutalmente con el metal oxidado y el hedor a encierro de la celda. Y mientras el auto avanzaba, Ana Lucía no dejaba de pensar en que solo iría a su casa a despedirse de su abuela, se preguntaba como reaccionaría a todo. Les echaría la culpa por querer ser siempre la buena en todo? Porque si lo pensaba bien ella había cometido un error en creer en una pequeña de seis años.