Capitulo 2

En la oficina principal del piso 47. Las ventanas panorámicas ofrecían una vista majestuosa de la ciudad, pero a Maximiliano Santillana, ese día, no le importaba el horizonte, solo los gráficos de rendimiento que parpadeaban en sus múltiples pantallas.

Estaba en medio de una reunión con inversionistas internacionales cuando la puerta de la sala de conferencias se abrió bruscamente. La figura de la niñera, Andrea, apareció temblorosa, pálida, con la mirada desorbitada.

—Señor Santillana… —balbuceó, jadeando como si hubiera corrido varios pisos.

El silencio se apoderó del salón. Los ejecutivos dejaron de hablar, algunos se giraron con escepticismo. Maximiliano alzó una ceja, visiblemente molesto por la interrupción.

—¿Qué es tan urgente como para irrumpir así? —preguntó, su voz un látigo seco.

Andrea tragó saliva, entrelazando los dedos con nerviosismo. Su uniforme estaba desordenado, y el sudor le perlaba la frente.

—No encuentro a la niña Emma —dijo finalmente, con la voz hecha trizas.

El corazón de Maximiliano se detuvo por un segundo. Lo sintió en el pecho, como si el aire hubiese sido arrancado del lugar. El silencio se volvió aún más denso. El rostro impasible del CEO cambió bruscamente. Sus ojos grises se enturbiaron con una sombra feroz.

—¿Qué dijiste? —preguntó con un tono tan bajo que heló la sangre de todos en la sala.

—Me distraje apenas unos minutos buscando su botella de agua… y cuando me di cuenta… no estaba. He buscado por todo el nivel, pregunté en seguridad… pero no…

—¿¡Y POR QUÉ DIABLOS ESTABA SOLA!? —bramó Maximiliano, levantándose de golpe. Su silla giró violentamente tras él, golpeando contra la pared. Andrea dio un paso atrás, encogiéndose como si su cuerpo esperara un castigo físico.

—Yo… no sé… —murmuró, incapaz de sostenerle la mirada—. Lo siento, señor. Yo…

—¡Lo que sientes no me importa! —espetó él, con una furia helada en la voz—. ¡Es mi hija, maldita sea! ¡Una niña de seis años! ¿Cómo puede desaparecer sin que lo notes?

Los inversionistas ya no hablaban. Algunos se levantaron discretamente, dándose cuenta de que no había forma de continuar con la reunión.

Maximiliano sacó su celular, marcando un número con movimientos bruscos. Su mandíbula estaba tan tensa que parecía de mármol tallado.

—Comisario Díaz —dijo con voz firme, controlada pero teñida de desesperación—. Mi hija ha desaparecido. Quiero un equipo completo de búsqueda, ahora. Cámaras, accesos, empleados. Todo. Quiero ver cada segundo registrado desde que salió del edificio de mi empresa.

Andrea intentó balbucear algo más, pero Maximiliano levantó la mano con dureza.

—Estás despedida —le dijo con frialdad, su mirada un bloque de hielo—. Y créeme, si algo le pasa a Emma, no solo perderás el trabajo. Rezarás porque la policía te proteja de mí.

Andrea salió tambaleándose, sin poder contener las lágrimas. Se perdió en los pasillos sin rumbo, dejando tras de sí una estela de perfume barato y remordimiento.

Maximiliano respiró hondo. Sus hombros anchos temblaban apenas, pero su rostro se mantenía en piedra. Tomó su saco, lo arrojó sobre su brazo, y salió al pasillo con pasos largos. El equipo de seguridad del edificio ya estaba activado, recibiendo instrucciones por el auricular.

—Consíganme las grabaciones de todas las cámaras desde las diez de la mañana —ordenó—. Si alguien la ha tocado, si alguien se la llevó, lo quiero saber antes de que caiga la noche.

Un escalofrío recorrió la columna de su asistente personal, que lo seguía detrás sin atreverse a hablar.

Bajaron por el elevador en un silencio opresivo. Solo el pitido suave de los números descendiendo marcaba el tiempo, ese maldito tiempo que parecía ir demasiado rápido y demasiado lento a la vez. A Maximiliano le sudaban las palmas, algo que no le ocurría desde hacía años. Tenía el nudo más denso que recordaba en el estómago. Emma. Su Emma.

Al llegar fuera del edificio, la seguridad ya se movía. Policías con tabletas y radios en mano hablaban entre sí. Al ver a Maximiliano, todos se pusieron en movimiento. Le mostraron imágenes, capturas de las cámaras donde se veía a Emma saliendo del edificio, llegando a la heladería y el incidente con ana Lucía.

—Aquí la tenemos, señor. Sale caminando hacia la salida norte. Luego… —el oficial deslizó con el dedo—, aquí. Esta mujer la encuentra. Le compra un helado.

Maximiliano se inclinó hacia la pantalla. Su respiración se detuvo. La mujer… era joven, delgada. Llevaba un bolso sencillo, cabello recogido y una sonrisa cálida. No parecía una amenaza.

—¿Quién es ella? —preguntó en seco.

—No lo sabemos aún. Estuvo con la niña en la heladería del nivel inferior. Luego ambas caminaron hacia el centro comercial a dos cuadras de aquí. Estamos siguiendo su recorrido.

Maximiliano no apartó la vista de la pantalla. Un cosquilleo le recorrió la espalda. No era una secuestradora. No lo parecía. Pero ¿quién era? ¿Y por qué Emma se fue con ella?

Su celular vibró. Era el jefe de inteligencia de su equipo personal.

—Maximiliano. El rostro de la mujer no aparece en ninguna base criminal. Estamos haciendo reconocimiento facial en redes sociales. Igual ya van en camino para detenerla.

—¡Vamos!. ¡Ya!.

Se apartó de la pantalla y camino a su auto. Cerró los ojos, apretó los puños. Su hija estaba en manos de una desconocida. Y él, Maximiliano Santillana, que controlaba inversiones millonarias, fusiones y bolsas de valores, era ahora un hombre vulnerable por completo.

Y esa vulnerabilidad… lo llenaba de rabia.

—Emma está bien, es una niña muy inteligente Si tuviera en peligro te hubiese marcado tu teléfono. —trató de calmarlo su asistente.

—No estaré tranquilo hasta que mi hija esté en mis brazos —susurró haciendo la seña al chofer que pusiera el auto en marcha.

Y en ese momento, mientras cientos de personas se movilizaban a su alrededor, mientras los oficiales se movían en busca de una niña con dos coletas y una mujer de mirada amable, Maximiliano Santillana no era un CEO. Era un padre desesperado.

Y haría lo que fuera necesario para recuperar a su pequeña Emma.

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