Capitulo 6

El sol se encontraba en su esplendor cuando Ana Lucía descendió de la camioneta frente a su hogar. Un edificio viejo, de ladrillos gastados por los años, se alzaba como un recuerdo persistente de una vida sencilla, pero llena de amor. Las paredes agrietadas, las macetas colgantes en el balcón, y el timbre que hacía un sonido chirriante, eran parte del universo que conocía desde niña.

Ana Lucía inspiró profundamente. El aire olía a pan recién horneado de la panadería de la esquina, mezclado con el perfume de jazmines que su abuela cuidaba con devoción. Sus manos temblaban. No por miedo, sino por el peso de lo que tenía que decir.

Subió las escaleras de dos en dos. Su corazón latía como un tambor apresurado. Abrió la puerta con la llave de siempre, despacio, esperando no hacer ruido… pero era tarde para eso.

—¡Ana Lucía! —La voz quebrada de su abuela se escuchó incluso antes de que la viera.

Doña Teresa salió de la cocina tambaleándose, con el rostro descompuesto, los ojos rojos e hinchados de tanto llorar. Llevaba puesto su delantal floreado y un rebozo azul marino sobre los hombros. Sus manos temblaban, apretando un pañuelo arrugado.

—¡Dios bendito! —exclamó, abrazándola de inmediato—. ¡¿Dónde estabas, hija?! ¡Te busqué por todos lados! ¡Fui a la estación! ¡Pensé… pensé que algo malo te había pasado!

Ana Lucía se dejó envolver por los brazos frágiles de su abuela. Sintió el temblor en su cuerpo, el nudo en su garganta. Cerró los ojos y la abrazó con fuerza.

—Perdón, abuela. Perdón… no pude avisarte.

—¿Qué pasó? ¿Por qué estuviste desaparecida toda la noche? ¡Yo… yo pensé que…!

—Me arrestaron —dijo al fin, con voz baja, como si decirlo en voz alta volviera todo más real—. Me acusaron de algo que no hice, abuela. Fue todo un malentendido, pero… estuve en la cárcel.

Doña Teresa se llevó ambas manos al pecho, tambaleándose hacia atrás como si le hubieran dado un golpe.

—¡Virgen Santa! ¿La cárcel? ¡No… no puede ser!

—Ya estoy fuera, gracias a… un acuerdo. Fue injusto, pero no tenía otra salida.

Se sentaron en la vieja silla del comedor, esa que siempre rechinaba. Ana Lucía tomó las manos de su abuela entre las suyas. Las sintió ásperas, cálidas, y con cicatrices de años de trabajo.

—Voy a trabajar un mes como niñera —explicó—. En una mansión… una casa grande, con una niña que conocí en el parque. Su papá fue quien me acusó. Y ahora… es él quien me ofrece el trabajo.

Doña Teresa frunció el ceño, con el rostro aún humedecido.

—¿Te acusó y ahora te contrata? No me gusta cómo suena eso.

—A mí tampoco —confesó—. Pero es solo un mes. Me prometió que puedo seguir estudiando. No voy a dejar la universidad, abuela. Esto solo es… un paso necesario.

La anciana la miró largo rato. Su mirada era una mezcla de miedo, orgullo y resignación. Acarició la mejilla de su nieta con ternura.

—Siempre fuiste valiente, hija. No merecías pasar por eso. Solo prométeme que tendrás cuidado.

Ana Lucía asintió, tragando saliva.

—Lo prometo. No dejaré que me hagan daño. Y si algo se pone raro, me voy. Lo juro.

Se abrazaron largo rato. En el pequeño apartamento todo parecía detenido. El reloj de pared marcaba las dos de la tarde, y el sol comenzaba a pintar de oro las cortinas raídas del ventanal.

Una hora después, Ana Lucía ya había llenado una maleta con sus pocas pertenencias: libros de la universidad, su libreta de notas con t***s azules, su ropa, un suéter tejido por su abuela, y su cepillo de cerdas gastadas.

Doña Teresa le preparó un termo con café con canela, y le guardó pan dulce en una bolsa.

—Llévalo. Allá no sé si te den algo decente de comer.

—Gracias, abuela.

—Y llámame en cuanto llegues. ¿Me oyes?

—Sí, te llamaré.

Se quedaron paradas frente a la puerta. Ana Lucía ya tenía la mano en la manija cuando su abuela la llamó una última vez.

—Ana Lucía…

—¿Sí?

—Recuerda siempre quién eres. No importa si esa casa tiene pisos de mármol o paredes de oro. Tú eres mi niña. Eres fuerte. Eres buena. No dejes que nadie te haga dudarlo.

Las lágrimas regresaron a los ojos de ambas.

—No lo haré, abuela. Gracias por creer en mí. Por favor cuídate, le pediré a las chicas que te cuiden.

Se abrazaron una vez más. Doña Teresa le besó la frente con dulzura.

Al salir al pasillo, Ana Lucía sintió una mezcla extraña de emociones. Libertad. Dolor. Inseguridad. Como si cada escalón que bajaba la alejaba más de su refugio y la empujaba hacia una vida desconocida.

La misma camioneta negra la esperaba afuera, imponente, con las ventanas polarizadas.

Subió, llevando consigo no solo una maleta… sino el peso de una promesa.

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