Capitulo 3

Pasaron más de tres horas, pero para Ana Lucía el tiempo parecía haberse desvanecido entre risas infantiles y relatos interminables. Emma hablaba sin parar, su vocecita chispeante llenaba la cafetería del centro comercial. Contaba que su perro se llamaba "Rey" y dormía en su cama, que su papá era tan serio que parecía un robot, que su mamá le molestaba estar con ella. Decía que odiaba los brócolis con todas sus fuerzas, pero que podía comer helado de todos los días de su vida.

Ana Lucía reía a carcajadas, fascinada por la espontaneidad de la niña. Su corazón se ablandaba con cada ocurrencia, y no pudo evitar pensar en cómo sería tener una hija así. Emma tenía algo… algo que no se podía explicar con palabras. Como si detrás de esa risa contagiosa hubiera una soledad muy bien escondida.

Ana Lucía miró su reloj y su expresión cambió de inmediato.

—¡Cielos! Tengo clase en menos de una hora —dijo, poniéndose de pie apresuradamente y buscando su bolso—. ¿Estás segura de que tus papás están aquí cerca?

—Ya casi vienen, quédate un poquito más… —rogó Emma, sujetándola de la mano con fuerza, como si temiera que desapareciera.

La joven se detuvo. Había algo en la forma en que Emma la miraba, esa mezcla de súplica, que le estrujó el pecho. Se sentó otra vez, indecisa.

Emma volvió a disfrutar de los juegos del centro comercial llevando a Ana Lucía de un lado a otro, gritando de sorpresa con cada cosa nueva que veía y que jamás pensó que existían. Ana Lucía que tanto ahorraba dinero para la universidad no se molestó en gastar unos cuantos centavos en cosas que Emma le pedía. Detalles que no valían mucho económicamente, pero que para Emma eran muy valiosos.

Pasaron más de veinte minutos. El cielo comenzaba a teñirse con tonos anaranjados. Las luces de colores del centro comercial se encendían, una a una, mientras el bullicio descendía. Ana Lucía tamborileaba los dedos sobre la mesa, inquieta. Revisó su celular, sin notificaciones nuevas.

Tragó saliva. El ambiente había cambiado.

—Emma… creo que deberías llamar a tu papá. Ya es tarde, y yo… yo tengo que irme a estudiar —dijo, con voz suave pero firme.

La niña bajó la mirada. Su manitas comenzaron a jugar entre sí, sus dedos se entrelazaban y apretaban como si buscaran consuelo. Un largo silencio se instaló entre ellas, roto solo por el murmullo lejano de una fuente cercana y el zumbido de los anuncios en las pantallas.

Emma trataba de hablar y decirle lo que realmente pasaba, pero la niña sentía miedo de que Ana Lucía reaccionará de una manera fuerte. También sentía miedo de que la rechazara por ser una niña mentirosa, como varías personas de su alrededor la hacían ver delante de su padre. Con un poco de esfuerzo decidió ser sincera con la única persona que le había brindado de su tiempo sin molestia.

—En realidad yo te mentí —susurró Emma, aferrándose al brazo de Ana Lucía con fuerza, sus ojos grandes y cristalinos.

Ana Lucía sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—¿A qué te refieres, mi niña?

—Yo… no debía venir contigo… sola… —musitó la niña entre sollozos contenidos.

Ana Lucía le dio un abrazo para que se calmara y le explicara mejor lo que trataba de decirle. Pero en ese momento, el chirrido de frenos y el aullido de sirenas interrumpieron la escena.

Afuera, frente al centro comercial, varias patrullas se detuvieron bruscamente. Las puertas se abrieron con violencia y de ellas descendieron agentes con rostros severos, caminando con paso decidido hacia la entrada principal.

Ana Lucía se quedó paralizada, sin comprender.

—¿Qué… qué está pasando?

Los agentes entraron, sus miradas fijas. Cuando divisaron a Ana Lucía y Emma, dos de ellos se acercaron con rapidez. Uno tomó a la niña en brazos, con una actitud protectora. Los otros rodearon a Ana Lucía.

—¡Un momento! ¿Qué hacen? —preguntó ella, alarmada.

—Está detenida por el presunto secuestro de una menor de edad —declaró uno de los oficiales, sujetándola por los brazos con rudeza.

—¡¿Qué?! ¡No, no, no! ¡Yo solo la estaba cuidando! ¡Ella me dijo que sus papás estaban cerca! —exclamó Ana Lucía, su rostro lívido, los ojos abiertos de par en par.

—Tiene derecho a guardar silencio —interrumpió el otro oficial, mientras le colocaba las esposas con movimientos bruscos.

Emma gritó.

—¡Ella es inocente! ¡No es su culpa! ¡Papáaaa! —corrió tras ellos con lágrimas cayendo por su rostro.

Pero Ana Lucía ya era empujada hacia la patrulla, con el corazón palpitándole con fuerza en el pecho. El mundo a su alrededor parecía girar a cámara lenta. La gente comenzaba a mirar, a grabar con sus celulares, a murmurar.

Una mezcla de vergüenza, miedo y desconcierto se apoderó de ella. El dulce sabor del helado que aún sentía en la lengua se volvió repentinamente amargo. Las luces rojas y azules de la patrulla parpadeaban reflejándose en sus pupilas. Los gritos de Emma, desesperados, la seguían como un eco lejano.

—¡Diles la verdad, Emma! ¡Diles la verdad!

Pero su voz se ahogó tras el portazo del vehículo. Sentada en el asiento trasero, esposada, con los ojos empañados, Ana Lucía sintió que todo lo que conocía se desmoronaba en segundos.

—Yo solo quería ayudar… —susurró, con la voz rota, mientras una lágrima descendía lentamente por su mejilla.

Desde la acera, Emma lloraba desconsolada mientras era conducida hacia un auto negro de lujo. Las puertas se abrieron y un hombre descendió. Alto, impecable, con un traje oscuro a medida y el rostro tallado como los dioses. Su presencia imponía. Su mirada, fría como el acero, se posó en la patrulla que se alejaba.

Maximiliano Santillana. El padre de Emma.

Sus ojos no mostraron emoción. Ni sorpresa. Solo una sombra de molestia contenida.

Tomó de la mano a su hija que seguía suplicando entre llanto, pero él sin decir palabra subieron al vehículo.

Y sin saberlo aún, el destino de Ana Lucía acababa de enlazarse al de él de una forma que cambiaría sus vidas para siempre.

Porque nada es casualidad cuando el poder, la verdad y el amor están a punto de colisionar.

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