El aire dentro de la patrulla era espeso, cargado de tensión y del eco de palabras que Ana Lucía no lograba borrar de su mente: "Está detenida por secuestro de menor."
De donde sacaban tan atrocidad, ni en sus peores momentos de necesidad, ella se atrevería a hacer tal bajeza. Su mente trataba de procesar lo ocurrido y solo obtenía un fuerte dolor en el pecho. El chirrido de las puertas al cerrarse tras ella sonó como un portazo al futuro que se había prometido. Las luces de la ciudad quedaban atrás, pero también lo hacía su dignidad, su calma y su inocencia. —¡Por favor, escúchenme! ¡Todo fue un malentendido! —suplicó, las lágrimas deslizándose por su rostro. ¿Cómo se sentiría su abuela al verla en esa situación? Solo imaginar que ella creyera eso, le dolía el pecho. El oficial que conducía la ignoró con la mandíbula apretada. El que iba a su lado en la parte trasera la observó un segundo, luego volvió la mirada al frente. Era obvio que para los dos ella era inocente, no solo por su cara también la manera en que la niña luchaba para que no se la llevaran. —Silencio, señorita. —dijo secamente otro de los oficiales. Ana Lucía tragó saliva. Sus manos temblaban y su garganta ardía. El asiento de plástico duro bajo ella parecía frío como una sentencia, y el zumbido del motor era ahora el único sonido que no se desmoronaba. Recordó la sonrisa de la niña, sus palabras dulces, el helado… “Tienes cara de princesa, pero con ropa de mesera.” Una punzada atravesó su pecho. ¿Cómo algo tan inocente puede volverse una pesadilla en segundos? Al llegar a la comisaría, los fluorescentes del techo le lastimaron los ojos. Un oficial le sujetó del brazo con brusquedad y la empujó hacia una sala de interrogatorio. Ana Lucía tropezó, pero no cayó. Su orgullo todavía resistía. El cuarto era una caja gris de paredes opacas, una mesa metálica y dos sillas. Olor a humedad, café viejo y papel quemado. La hicieron sentarse. —Nombre completo —ordenó una mujer de uniforme. —Ana Lucía Ramírez Ortega. —¿Edad? —Veinticinco. —¿Trabaja? —Sí… en la cafetería “El Rincón Dulce”. Y estudio administración de empresas en la universidad nocturna Santa Beatriz. La oficial anotaba sin mirarla. Ana Lucía sintió un nudo en el estómago al ver la forma como la estaban tratando. —Yo no secuestré a nadie… ella me pidió que me quedara. Me dijo que sus padres estaban cerca. Solo quería ayudarla… La mujer levantó la vista, finalmente. —La menor fue reportada como desaparecida. Es hija de Maximiliano Santillana. Ana Lucía palideció. —¿El dueño del edificio? ¿El CEO? —Ese mismo. Es uno de los empresarios más poderosos de la ciudad. Imagínese el escándalo. Ana Lucía tragó saliva, pero le costaba. ¿Quién iba a creerle a ella en ese momento si se trataba de un hombre poderoso que con solo una palabra todos se arrodillaban ante él? —¿Y la niña? ¿Ella no explicó nada? —preguntó Ana Lucía con la esperanza de que la niña dijera la verdad Y de esa manera ella saliera libre. —La menor está en resguardo con el padre. No está en condiciones de declarar. Estaba alterada. Y usted… usted fue encontrada sola con ella. Sin notificar a nadie. —¡Pero yo no sabía quién era! Ella me dijo que sus padres estaban en la plaza. ¡No hizo berrinche, no lloró, no pidió ayuda! Solo quería su helado… —la voz se le quebró—. Yo solo fui amable. La oficial suspiró, dejó el bolígrafo sobre la mesa y se levantó. —Lamentablemente, señorita Ramírez, su amabilidad se verá juzgada por la ley. ¿Quién no conoce a la hija del CEO Santillana? —¡Yo! — exclamó ana Lucía. La oficial la quedó viendo unos segundos y salió sin responder y para Ana Lucía eso era más que obvio que no le creía. La dejaron sola durante horas. Las paredes se cerraban. El aire se volvía denso. El reloj parecía burlarse del paso del tiempo. Ana Lucía apoyó la frente contra la fría superficie de la mesa. Su mochila, con sus libros de contabilidad, había quedado en la mesa y no sabía si alguien los había tomado. Su celular, probablemente sin batería. Su abuela… debía estar preocupada. La puerta se abrió de golpe. —Levántese. Dos agentes más la escoltaron hasta una celda de mujeres. Estaba sola. Fría. Gris. Una banca de concreto, un inodoro de acero. Y silencio. Mucho silencio. El llanto la alcanzó finalmente. Tapó su rostro con ambas manos, sollozando como una niña que ha perdido el camino. ¿Por qué? ¿Por qué a ella? Cuando pensó que su vida iría en ascenso en minutos se volvió un infierno. Mientras tanto, en la mansión Santillana, Emma hacía berrinche como muchas veces. —¡Ella no me secuestró! ¡Papá, ¡ella es buena! ¡Me compró un helado y me cuidó! ¡Me dejó jugar libremente! ¡Tú no me dejas salir nunca, y cuando por fin tengo una amiga, tú la metes a la cárcel! Maximiliano Santillana era un hombre alto, de porte imponente, rostro severo y barba impecablemente recortada. Su traje estaba hecho a la medida, pero ahora lucía desordenado por la tensión. Sus ojos oscuros, cansados y confundidos, observaban a su hija como si no la reconociera. —Emma, ya te expliqué que no puedes hablar con desconocidos. ¿Y si realmente te hubiera hecho daño? —¡Pero no lo hizo! ¡Me ayudó! ¡Me escuchó! ¡Me habló bonito! No como la señorita Andrea, que me grita cuando tú no estás. Maximiliano exhaló con frustración. La niñera estaba despedida desde hacía horas. Y su hija no dejaba de llorar. —No voy a traer a esa desconocida a esta casa, Emma. No se discute. Emma se cruzó de brazos, su carita roja de rabia. —Entonces no me hables más. Ya hiciste que mamá se fuera. Y ahora quieres que pierda a la única persona que me gustó en meses. Las palabras se clavaron como agujas en el pecho de Maximiliano. “Mama.” Se quedó en silencio. Su hija subió corriendo las escaleras, dando portazos. Y él, por primera vez en años, no supo qué hacer. No olvides comentar 🤗