El pasillo de la mansión parecía más silencioso de lo normal después de que Maximiliano se marchara. Aquel silencio no era cómodo, sino denso, como si las paredes mismas contuvieran la respiración, escuchando lo que pasaba en cada rincón. Ana Lucía seguía en su habitación, sentada frente al escritorio, con los labios aún tibios por el beso que él le había dado minutos antes. Su corazón latía con tanta fuerza que podía escucharlo en sus propios oídos, un golpeteo frenético que no sabía si se debía al beso, a las emociones acumuladas o al miedo de lo que ese gesto significaba.
Apretó las manos sobre la madera del escritorio y cerró los ojos, respirando hondo, intentando anclar su mente en el presente. Los informes de la universidad, con sus páginas llenas de notas y subrayados, la observaban desde la mesa como si quisieran recordarle que había cosas más urgentes que sentir. Pero su mente no cooperaba. No quería pensar en las portadas de los periódicos, ni en las miradas curiosas de los