El portón de hierro forjado se abrió lentamente con un chirrido grave, como si la mansión Santillana se tomara su tiempo para permitir la entrada a los desconocidos. Ana Lucía observó el camino adoquinado que se extendía frente a la camioneta negra mientras avanzaba con suavidad hacia la casa principal.
La mansión emergía majestuosa entre los árboles, de paredes blancas como marfil y ventanales altos protegidos con cortinas pesadas. El sol de la mañana se reflejaba en los cristales, y las flores perfectamente alineadas en los jardines daban la impresión de que nada podía estar fuera de lugar allí.
Ana Lucía apretó las manos sobre su falda. Cada vez que se acercaban más al edificio, sentía que el aire se volvía más denso, como si sus pulmones tuvieran que acostumbrarse a una atmósfera donde no pertenecía.
Cuando la camioneta se detuvo, un mayordomo de rostro severo y traje gris abrió la puerta. Ana Lucía descendió, llevando su maleta en la mano y el corazón palpitando como un tambor de