En la vibrante Medellín, el destino teje una conexión inesperada entre Valentina Vargas, una diseñadora de modas de clase media, pragmática pero con un alma soñadora, y Alejandro De la Espriella, un enigmático magnate inmerso en el opulento y superficial mundo de los negocios. Un fortuito primer encuentro en un prestigioso club de la ciudad revela sus marcados contrastes: la vida ajetreada y llena de presiones de Alejandro contrasta con la estabilidad y la sensibilidad de Valentina.
Leer másA mis veintiséis años, creía tenerlo todo resuelto. Una carrera prometedora como diseñadora de patrones en un reconocido atelier en El Poblado, un pequeño apartamento acogedor en Laureles con vistas parciales a las imponentes montañas de Medellín, y la certeza de que el amor, si llegaba, lo haría de una forma predecible y segura. ¡Qué ingenua! La vida, como siempre, tenía otros planes, y esos planes tenían un nombre, y un peso: Alejandro De la Espriella.
Mi encuentro con él fue tan inesperado como el aguacero que caía aquella noche sobre Medellín, una de esas lluvias que empapan el alma. Mi jefa me había arrastrado a la gala benéfica de los De la Espriella en el exclusivo Club Campestre, un evento al que no solía tener acceso. "Necesitas hacer contactos, Valentina," me había dicho, mientras yo, con mi 1.60 metros de estatura y mi figura delgada de pechos pequeños, cintura estrecha y caderas algo más marcadas, me sentía como un pez fuera del agua. Mi cabello negro, liso y brillante, me llegaba a mitad de la espalda, pero como siempre, el maldito frizz era un desafío incontrolable, dándole un aire salvaje que odiaba. Mis gafas resbalaban un poco por mi nariz pequeña y respingada, y a pesar de mis ojos verdes (la única parte de mí que me gustaba), intentaba que mi vestido de seda negro, modificado mil veces con mis propias manos para que pareciera de diseñador, pasara desapercibido entre tanto lujo. Estaba cerca de la barra, sintiéndome fuera de lugar, deseando que el suelo me tragara, cuando escuché una voz profunda, cargada de una extraña familiaridad. "¿Disfrutando de la noche, o buscando una ruta de escape como yo?” Me giré, y ahí estaba. Alejandro De la Espriella. Treinta y seis años de una elegancia innata, que no gritaba dinero, sino poder y tradición. Llevaba un traje de dos piezas en lana fría color azul noche, cortado a la medida por un sastre italiano de Loro Piana, una de esas prendas que se funden con la piel de quien las lleva. Los hombros del blazer eran perfectos, la caída del pantalón impecable, y cada detalle, desde los botones forrados hasta las solapas de seda, hablaba de una sastrería exquisita. No llevaba corbata, solo una camisa blanca impoluta, abierta en los dos primeros botones, que revelaba un atisbo de piel bronceada y un collar discreto. Y sus zapatos... unos derbies de cuero negro, firmados por Berluti, tan lustrosos que reflejaban las luces del salón, discretos pero innegablemente lujosos. Sus ojos, de un gris profundo, me penetraron, desnudando el alma en un instante, y su sonrisa... su sonrisa era una invitación abierta al pecado, una promesa tácita de todo lo prohibido. El magnate que, decían, controlaba buena parte del skyline de Medellín, estaba allí, a pocos metros de mí, con una copa de champán en la mano. Sentí un rubor subir por mis mejillas. Siempre he sido de las que se sonrojan con facilidad, y en ese momento, bajo su intensa mirada, sentí que mi piel ardía. "Ambas cosas, supongo," respondí en voz baja, casi un susurro, intentando sonar tranquila, aunque mi corazón galopaba desbocado. "No soy exactamente una habitué de estos eventos.” Él soltó una risa baja, un sonido que me recorrió el cuerpo, y sus ojos se clavaron en mi evidente incomodidad. "Créame, somos dos. Aunque en mi caso, uno se acostumbra a ser el anfitrión," dijo, con un guiño cómplice. "Soy Alejandro De la Espriella, por cierto." "Valentina," extendí la mano, un poco insegura, y su toque fue una descarga eléctrica, cálida y firme. "Valentina Vargas.” "Valentina Vargas," repitió, saboreando mi nombre. Su sonrisa se ensanchó un poco más. "Un placer. ¿Y qué la trae a un nido de lobos como este? Es inusual ver un rostro tan... discreto en un lugar así.” Apenas pude articular. Le hablé de mi trabajo en el atelier, de mi pasión por los tejidos y cómo cada patrón era para mí una forma de arte. Mis respuestas eran concisas, intentando no extender demasiado la conversación sobre mí. Él escuchó con una atención inusual, sus ojos fijos en los míos, como si mi evidente timidez fuera el mayor de los encantos. No me interrumpió, solo asentía, y a veces, una sonrisa apenas perceptible se dibujaba en sus labios. No le conté nada sobre mi familia; sentía que esas eran mis cargas, y en ese momento, bajo la mirada de un hombre tan imponente, lo último que quería era revelar mis vulnerabilidades. Él, en cambio, se mostró un poco más. Me contó sobre sus viajes por el mundo, sus ambiciones que iban más allá de los números y las finanzas, sus sueños más descabellados de un futuro diferente, lejos de las expectativas de su apellido. Compartía pinceladas, lo suficiente para engancharme, pero manteniendo una distancia que me intrigaba. Reímos, nos entendimos. La química era innegable, un hilo invisible que nos unía en medio de la opulencia de la gala, mientras a mi alrededor, la alta sociedad paisa seguía su baile ajena a la burbuja que se había formado entre nosotros. Fue entonces cuando, de repente, Alejandro cambió el tono, su voz un poco más baja y directa. "Valentina, sé que esto puede sonar un poco abrupto, pero... ¿me daría su número de teléfono? Me gustaría seguir esta conversación.” Mi corazón se detuvo. Mi mente, que ya venía funcionando a mil por hora, ahora parecía correr una maratón. ¿Mi número? ¿Está hablando en serio? ¿Será que lo estoy imaginando? Esto no es real. Sentí el calor subir por mi cuello y extenderse por toda mi cara. Mis ojos se abrieron, grandes y confundidos, detrás de mis gafas. "¿Mi... mi número?" tartamudeé, apenas audible, y sentí que mi voz se rompía. Alejandro sonrió, esa sonrisa que prometía todo y nada a la vez, y asintió, su mirada fija en mi rostro sonrojado. "Sí, Valentina. Me gustaría llamarla." Justo en ese instante, como si el universo conspirara para añadir más drama, una voz aguda y penetrante irrumpió en nuestra burbuja. "¡Alejandro! Aquí estás. Te he estado buscando." Era una mujer de unos cincuenta años, impecablemente vestida y con un peinado pulcro. Su vestido, un diseño de tweed de Chanel en un tono marfil pálido con hilos dorados, le sentaba como una segunda piel, exhalando una elegancia atemporal y un costo incalculable. A sus pies, unos clásicos zapatos de tacón bajo de Manolo Blahnik en un tono nude complementaban a la perfección. Pero lo que más brillaba, y no precisamente por su belleza, eran sus joyas: un collar grueso de oro blanco y esmeraldas colombianas engastadas a la perfección, a juego con unos pendientes que centelleaban con cada movimiento de su cabeza. Su mirada, llena de una mezcla de superioridad y reproche, se posó en mí, me escaneó de arriba abajo con un desdén apenas disimulado y luego se detuvo en Alejandro. Su presencia irradiaba el mismo aire de poder y "buen apellido" que rodeaba a Alejandro, pero con una frialdad gélida que me encogió el alma. "Debes prepararte, querido," dijo, con una sonrisa forzada a Alejandro, ignorándome por completo. "Es hora de tu discurso de bienvenida. Sabes lo importante que es dar una buena impresión, especialmente a nuestros invitados más influyentes.” Alejandro apretó los labios por un momento, una sombra de frustración cruzó su rostro. "Claro, tía Beatriz. Ya iba." Su mirada regresó a la mía, una disculpa tácita en sus ojos grises. "Valentina..." Pero no hubo tiempo para más. Tía Beatriz ya lo estaba tomando del brazo, arrastrándolo sutilmente lejos de mí, como si yo fuera una mancha de la que necesitaban deshacerse. Él se despidió con una última mirada, una mezcla de promesa y frustración. Me quedé allí, con las mejillas ardiendo, mi corazón latiendo furiosamente y la imagen de su mano extendida, esperando mi número, quemándome en la mente. ¿Realmente me pidió mi número? ¿O lo inventó mi imaginación? La eterna primavera de Medellín se había tornado, de repente, en una noche cargada de una extraña tensión. Sabía que era, desde el primer aliento, un amor imposible.(**Si quieres saber qué pasa con Iris y con Julián, no te pierdas "Lujuria, poder y venganza", disponible en esta plataforma**)Hay historias que nacen de un susurro, de una imagen fugaz, de una emoción que no encuentra palabras.Y hay otras que brotan como ríos: desbordadas, inevitables, necesarias.Así nació esta historia. Así nacieron ellos.Valentina, con sus hilos invisibles y su fuerza silenciosa.Alejandro, con su amor imperfecto y valiente.Camilo, Mónica, Laura, Iris, Alma, Amara… y todos los nombres que tejieron una familia a través del dolor, el deseo, la pérdida, la resistencia y la ternura.Esta no es solo una historia de amor.Es una historia de renacimiento.De mujeres que se cosen por dentro.De hombres que eligen sanar sin violencia.De la sangre que no basta… y del amor que sí.Aquí se cerraron ciclos. Se enterraron fantasmas.Se respiró después de tanto aguantar la respiración.Y se soñó, con los pies descalzos, sobre tierra firme.Gracias por acompañarme hasta el f
**Iris**A veces siento que esta historia no empezó cuando nací… sino mucho antes.Antes de que mis papás se cruzaran en una gala de vestidos negros y discursos vacíos, antes de que fundaran ORIGEN, antes incluso de que decidieran que querían sanar algo en el otro.Creo que yo nací del deseo.Del deseo de volver a creer, después del dolor.Porque mi mamá me lo dijo una vez, en voz baja, un día que se quedó mirando el jardín sin parpadear:—Estuve a punto de irme. De renunciar a todo. A tu papá. A la vida.Y no lo dijo como quien pide lástima. Lo dijo como quien sobrevivió.Muchos no lo saben. Pero hubo una época, cuando yo tenía seis años, en la que papá dormía en el estudio y mamá dejaba los platos sin lavar por días.Yo lo recuerdo todo. No me lo tienen que decir.Recuerdo los gritos ahogados tras las puertas, los abrazos de tía Mónica que duraban más de lo normal, la forma en que Alma, que era apenas una bebé, lloraba como si sintiera el desajuste del mundo.Y recuerdo cómo volvier
**Valentina**La brisa olía a eucalipto y tierra mojada. A hogar.Era una mañana tibia, con nubes apenas dibujadas sobre el cielo azul de Medellín. La finca que alguna vez fue refugio silencioso para nosotros, ahora estaba llena de voces, de telas al viento, de mesas largas llenas de risas y manos que tejían. Habíamos convertido ese lugar en un centro social y artístico para mujeres artesanas, muchas de ellas madres, muchas sobrevivientes. Algunas tejían sombreros, otras bordaban historias en las telas. Todas sabían lo que era empezar de nuevo.“ORIGEN no podía terminar en pasarelas”, había dicho Mónica el día que lo propusimos. “ORIGEN tenía que volver a la raíz”.Y así lo hicimos. Entre todos.Caminé descalza por el sendero de piedras. Sentía el calor de la tierra en las plantas de los pies. Iris y Amara corrían entre los árboles frutales, sus risas saltando como pájaros entre las ramas. Lucían vestidos hechos por sus propias madres, con retazos de telas que sobraron de la última co
**Alejandro**El viento suave de la tarde se cuela entre los árboles del parque que alguna vez fue un terreno olvidado detrás del Club Campestre. Hoy, convertido en jardín y mirador, es uno de nuestros rincones favoritos para caminar sin prisa.—¿Quieres que la cargue yo, papá? —pregunta Iris, con esa seriedad dulce que le sale cuando quiere parecer grande.—Claro —le digo, entregándole a Alma con cuidado—. Pero si se te alborota, me la devuelves.Ella asiente como si estuviera aceptando una misión de Estado, y acomoda a su hermanita sobre la cadera con una destreza que me derrite el alma. Alma suelta una risita chillona, fascinada con su hermana.Las veo a las dos, y por un instante no entiendo cómo llegamos hasta aquí. Cómo sobrevivimos tanto. Cómo seguimos creyendo.Me acomodo en una banca de piedra, con vista al campo de golf que alguna vez sentí ajeno. Y ahora… ahora es simplemente un recuerdo.—¿Quieren que les cuente algo? —pregunto.Iris se sienta a mi lado con Alma en brazos.
**Mónica**La tela más difícil de bordar siempre fue la mía.Yo, que aprendí a coser para no derrumbarme, que oculté mis miedos entre patrones y terminados perfectos, estaba allí, bajo los reflectores suaves de un teatro en Kioto, recibiendo el galardón que durante años imaginé —y luego dejé de esperar—."Premio a la Mejor Dirección Creativa de Moda con Impacto Social – ORIGEN", decía la placa. Pero sabía que no era solo mía. Era de Valentina, de Alejandro, de Camilo, de cada mujer que cosió cicatrices en Palenque, de cada sombrerera en Aguadas, de cada niño que ahora tiene un futuro gracias a nuestro proyecto social en Medellín.El auditorio guardaba silencio. Se esperaba mi discurso.Tomé aire. Me levanté.Caminé hasta el atril. Usé un kimono de lino sin mangas, con una orquídea bordada en el pecho izquierdo. Lo diseñé yo misma. No para impresionar. Para recordarme de dónde vengo.—Buenas noches —comencé—. Mi nombre es Mónica Estrada. Y estoy viva.Algunas personas rieron suavement
**Carlos Alberto**Siempre creí que el legado era una línea recta: construir, heredar, proteger el apellido. Me enseñaron que el deber se transmitía como un testigo en una carrera de relevos. Sin pausa. Sin debilidad.Pero ahora, mientras observo a mis nietas jugar en el jardín, entiendo que estaba equivocado.El legado no es lo que se deja.Es lo que se comparte.Lo que se vive.Lo que florece después del error.—¿Estás bien? —preguntó María Clara, sentándose a mi lado con una taza de café—. Estás muy callado.—Los estoy viendo —respondí sin apartar la mirada de Iris y Amara, que jugaban con palos y hojas como si fueran tesoros—. Y estoy pensando… en lo que no supe ver antes.—¿Y qué ves ahora?—Que no hay nada más importante que esto. Que después de todo… sobrevivimos.Ella me tomó la mano. Su tacto siempre había sido firme, pero en los últimos años, después de tantas tormentas, se había vuelto también un ancla.—Camilo me habló —dije—. Me contó que va a crear una fundación con ORIG
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