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Capítulo 3. La Gala: Una Mirada desde el Vértigo de Alejandro

La gala de los De la Espriella. Otro año, el mismo despliegue de lujo, la misma danza social predecible bajo el techo del Club Campestre. Para mí, Alejandro De la Espriella, el evento era una obligación, una de las muchas que venían con el peso de mi apellido y el imperio que mi padre me había legado. Un imperio que, irónicamente, me sofocaba. A mis treinta y seis años, el mundo me conocía como el magnate, el hombre de negocios implacable que multiplicaba fortunas, pero pocos sabían del lienzo en mi estudio secreto, de los poemas que garabateaba en cuadernos viejos, o de la sed insaciable por los trazos y las palabras que ardía dentro de mí. Siempre quise ser pintor, quizás escritor, pero el destino, o mejor dicho, mi familia, tenía otros planes.

Estaba cerca de la barra, observando a la multitud con esa familiar sensación de desapego que me acompaña en estos eventos, cuando mis ojos la encontraron. Una mujer de 1.60 metros, delgada, con una figura de pechos pequeños, cintura estrecha y caderas que, aunque no voluptuosas, se asomaban con una feminidad natural. Su cabello negro, liso y brillante, le llegaba a la mitad de la espalda, y pude notar una ligera rebeldía encantadora que lo hacía ver indomable. Detrás de unas gafas discretas, sus ojos verdes brillaban con una mezcla de curiosidad y nerviosismo, mientras su nariz pequeña y respingada le daba un aire de inocencia. No intentaba llamar la atención, al contrario, parecía querer fundirse con la pared. Esa discreción, esa autenticidad en un mar de exhibicionismo, me atrajo de inmediato. Era un soplo de aire fresco en una noche de asfixiante formalidad, un contraste absoluto con las mujeres operadas y exuberantes que solían pulular en mis eventos, todas pulcras y predecibles. Ella era real, imperfecta, y precisamente por eso, irresistible.

No pude evitarlo. Me acerqué, la copa de champán aún en mi mano. "¿Disfrutando de la noche, o buscando una ruta de escape como yo?" le pregunté, una sonrisa genuina asomando por primera vez en horas.

Sus ojos se posaron en mí, y vi un sonrojo, leve pero inconfundible, ascender por su cuello hasta sus mejillas. Una reacción tan... refrescante. Las mujeres que me rodeaban usualmente eran audaces, directas, acostumbradas a la persecución, buscando algo de mí. Ella era diferente.

"Ambas cosas, supongo," respondió en voz baja, casi inaudible. "No soy exactamente una habitué de estos eventos.”

Su voz era dulce, un poco temblorosa. Me encantó. Solté una risa baja, un sonido que solo ella pareció notar. "Créame, somos dos. Aunque en mi caso, uno se acostumbra a ser el anfitrión," dije, intentando relajarla. "Soy Alejandro De la Espriella, por cierto.”

"Valentina," dijo, extendiendo una mano delicada. Su toque fue ligero, pero dejó una marca eléctrica. "Valentina Vargas."

"Valentina Vargas," repetí, saboreando el nombre. Había algo en ella, en su forma de evitar mi mirada directa, en el ligero temblor de su mano, que me cautivó. "Un placer. ¿Y qué la trae a un nido de lobos como este? Es inusual ver un rostro tan... discreto en un lugar así.”

Me habló de su trabajo en un atelier, de su pasión por los tejidos y cómo cada patrón era para ella una forma de arte. Sus respuestas eran breves, casi tímidas, como si no quisiera revelar demasiado. Me fascinó su cautela, su renuencia a desnudarse ante un desconocido. Estaba acostumbrado a que las mujeres, e incluso los hombres de negocios, se vendieran a sí mismos en la primera oportunidad. Ella era una joya escondida. Escuché con una atención que rara vez concedía a nadie, sus palabras un bálsamo para mi alma fatigada. No intenté presionarla para que revelara más sobre su vida personal; su misterio era, en sí mismo, una invitación.

Yo, en cambio, sentí el impulso de compartir, algo inusual en mí. Le hablé de mis viajes, de la implacable ambición que me movía en los negocios, pero también, sutilmente, de mis sueños más descabellados de un futuro diferente, lejos de las expectativas de mi apellido. Quería que viera más allá del traje de Loro Piana y los Berluti, más allá del magnate. Quería que viera al hombre que pintaba en secreto, al alma sensible que anhelaba algo más profundo que las ganancias de la bolsa.

Reímos. Nos entendimos. Fue una conexión visceral, un eco de reconocimiento entre dos almas que, a pesar de sus mundos tan dispares, compartían una cierta melancolía, un anhelo por algo más.

La música continuaba, el champán fluía, pero para mí, solo existíamos ella y yo en esa burbuja. No quería que terminara. "Valentina, sé que esto puede sonar un poco abrupto, pero... ¿me daría su número de teléfono? Me gustaría seguir esta conversación.”

Vi la confusión en sus ojos verdes, el rubor intensificarse. Era adorable, ese desconcierto. Había algo tan puro en ella que me era irresistible. "¿Mi... mi número?" tartamudeó, su voz apenas un susurro.

Sonreí, asintiendo, mi mirada fija en su rostro, disfrutando de su reacción. "Sí, Valentina. Me gustaría llamarla."

Justo en ese instante, como un presagio agrio de lo que mi vida realmente era, la voz de Tía Beatriz se interpuso, cortando la atmósfera como un cuchillo afilado. "¡Alejandro! Aquí estás. Te he estado buscando.”

El familiar olor a perfume caro y a deber. Mi tía, la personificación de la tradición De la Espriella. Su vestido fino y las esmeraldas que brillaban en su cuello y orejas eran el uniforme de su linaje, y de su control. Su mirada sobre Valentina fue un desprecio calculado, una censura silenciosa que me hervía la sangre. Ella nunca aprobaría a alguien como Valentina, alguien tan auténtico y sin pretensiones. Para Tía Beatriz, yo ya tenía un camino trazado, con una mujer de "nuestro círculo", como Valeria Delacroix.

"Debes prepararte, querido," dijo, con una sonrisa que no le llegaba a los ojos, ignorando por completo a Valentina. "Es hora de tu discurso de bienvenida. Sabes lo importante que es dar una buena impresión, especialmente a nuestros invitados más influyentes.”

Apreté los labios por un momento, una sombra de frustración cruzó su rostro. "Claro, tía Beatriz. Ya iba." Mi mirada regresó a la suya, una disculpa tácita en mis ojos grises, un anhelo de volver a esa conversación. "Valentina…”

Pero no hubo tiempo para más. Mi tía me tomó del brazo, ejerciendo una presión sutil pero innegable, alejándome. Ella se fue, y yo sentí un puñal de arrepentimiento. ¡No había tomado su número! La oportunidad se había esfumado. Me volví, buscando su silueta entre la multitud, pero ella ya no estaba. Mi burbuja, mi efímero momento de conexión, se había reventado. El peso del legado, el control de mi familia, había vuelto a arrastrarme a mi jaula de oro. Sentí el eco de su nombre en mi mente: Valentina Vargas. Prometí encontrarla, sin importar qué.

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