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Capítulo 4. La Noche de Alejandro: Entre el Deber y un Nuevo Anhelo.

Después de la abrupta interrupción de Tía Beatriz, mi mundo volvió a la normalidad, a esa fachada perfecta que había construido. Di mi discurso, lleno de palabras vacías sobre la filantropía y el futuro de Medellín, mientras mi mente seguía fija en unos ojos verdes detrás de unas gafas, en la curva de una nariz respingada y en la rebeldía de un cabello negro. Las conversaciones se sucedían, las mismas caras, los mismos intereses: negocios, política, el chisme de moda. Mujeres, como las que siempre me rodeaban, se acercaban con sonrisas seductoras, sus voces melosas, sus cuerpos, casi siempre esculpidos por cirujanos, buscando mi atención. Les ofrecía una sonrisa cortés, un comentario trivial, mientras mi mirada buscaba inútilmente la silueta de Valentina entre la multitud. Ninguna de ellas poseía esa vulnerabilidad, esa autenticidad tímida que me había desarmado por completo.

De pronto, la mano de mi hermano menor, Camilo, de treinta años, se posó en mi hombro. Su rostro, aunque similar al mío, no cargaba el mismo peso de responsabilidad. Camilo era el alma creativa de la familia, el que me entendía sin palabras, mi confidente. Él era el director de una de nuestras empresas subsidiarias y el único con quien podía ser yo mismo.

"Alejandro," dijo, con un tono de voz que denotaba una mezcla de frustración y respeto. "No vas a creerlo. Estaba a punto de cerrar el trato con los nuevos inversionistas para el proyecto textil de El Poblado, ¿recuerdas? El que tanto nos interesaba. Pero una de las cabezas principales tuvo una emergencia familiar y se fue abruptamente. Se esfumó. Tuvimos que suspenderlo todo.”

Mi hermano no cesaba de hablar de su emoción por el proyecto textil, una incursión que, según él, debía ser nuestra próxima gran jugada. "Es un mercado con un potencial enorme, hermano. Medellín es el centro de la moda. Podemos revolucionar la industria con una marca propia, algo innovador..."

Camilo siguió, entusiasmado con sus ideas, pero mi mente estaba en otro lugar. No podía concentrarme en números ni en proyectos. Mi cabeza solo pensaba en Valentina. En sus ojos. En la forma en que se había sonrojado.

"Camilo," lo interrumpí, sin rodeos, con una urgencia que me sorprendió incluso a mí mismo. "Sácame de aquí. Necesito irme. Tengo muchas cosas que procesar."

Camilo me miró, una ceja levantada. Conoce mi semblante, mi necesidad de silencio después de estos eventos. Pero esta vez, había algo diferente en mi voz. Sus ojos inteligentes, los que me conocían desde siempre, se quedaron pensativos. Sabía que soy una persona que aprecia la belleza en su forma más pura, en el arte, en la melodía, en la expresión del alma, no en el brillo superficial. Sabía de mi sensibilidad oculta, de mi rechazo a lo prefabricado. Por eso, él sabía que, a mis treinta y seis años, mis relaciones sentimentales se habían limitado a aventuras casuales y al frío acuerdo de un matrimonio por conveniencia que mis padres y los de Valeria estaban arreglando, una unión de fortunas y apellidos, no de corazones. Nunca me había permitido enamorarme, nunca había sentido una conexión que valiera la pena el riesgo. Hasta hoy.

"Vamos, pues," dijo Camilo, sin más preguntas, pero con una intuición que me decía que entendía que algo había cambiado.

Juntos nos abrimos paso entre la multitud, esquivando sonrisas forzadas y apretones de manos vacíos. Salimos del Club Campestre y, como siempre, nos dirigimos a mi auto. A ninguno de los dos nos gustaba tener chofer, preferíamos conducir y hablar, o simplemente estar en silencio. El Mercedes-Benz S-Class coupé se deslizó por las calles mojadas de Medellín, la lluvia ahora una llovizna suave que empañaba las luces de la ciudad.

El silencio se instaló, pesado, lleno de mis propios pensamientos desordenados. De repente, extendí la mano y encendí la radio, casi por impulso. Y entonces la escuché. Una melodía:

Los dos estaban caminando en el mismo sentido

Y no hablo de la dirección errante de sus pasos

Él la miró, ella contestó con un suspiro

Y el universo conspiró para abrazarlos

Dos extraños bailando bajo la luna

Se convierten en amantes al compás

De esa extraña melodía que algunos llaman destino

Y otros prefieren llamar casualidad

Era "Destino o Casualidad" de Melendi y Ha*Ash. Sonreí amargamente. La canción era el reflejo perfecto de lo que sentía. El destino me había puesto a Valentina delante, pero la casualidad, o la intervención familiar, me la había arrebatado.

Camilo me miró, reconociendo la canción. Su mirada me invitó a hablar. Y en ese instante, en la intimidad de mi auto, con la lluvia y la música como únicos testigos, no pude contenerlo más.

"La conocí hoy, Camilo," dije, mi voz ronca, el eco de su nombre resonando en mi mente. "Una mujer... tan diferente. Nunca he visto a nadie como ella."

Y así, bajo la suave luz del tablero y el ritmo melancólico de la canción, le conté todo. 

Desde el primer vistazo a su cabello rebelde y sus ojos verdes, hasta la interrupción de Tía Beatriz. Le conté cómo su timidez, su cuerpo real, lejos de las figuras artificiales que me acosaban, había encendido algo en mí que creía muerto. Le hablé de la oportunidad perdida, del número que no pude pedir. El dolor de esa pérdida era tan agudo que me sorprendió. Él, que me conocía tan bien, escuchó sin interrupciones, con esa mirada que decía que lo entendía todo.

La eterna primavera de Medellín se había impregnado de un nuevo anhelo, uno que me llevaría a mover cielo y tierra por una mujer que apenas conocía.

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