Darina está desesperada. Su madre agoniza y el dinero para salvarla es un lujo que no tiene. Cuando obtiene una salida, no puede rechazarla: solo debe aceptar gestar al hijo de un poderoso CEO cuya esposa, incapaz de concebir, ansía un heredero a cualquier costo. Ella se embaraza de trillizos. Pero lo que parecía un simple acuerdo se convierte en una pesadilla. Su madre muere y ella es acusada de la muerte de la hermana predilecta del CEO. Darina es obligada a escapar por temor a la ira del hombre. Tres años después, Hermes Hang logra encontrarla, sin embargo, cuando la vida de los pequeños hijos corre peligro, la única solución es un matrimonio forzado. Ahora, Darina es la esposa de un hombre que la desprecia… y la sombra de la mujer fallecida aún la persigue. Pero, mientras Hermes lucha contra su rencor, comienza a darse cuenta de algo aterrador: esa mujer a la que juró odiar es la única capaz de enloquecer su corazón.
Leer más—¿Quieres un millón de pesos?
La voz de la mujer resonó en la habitación con una calma venenosa, cada palabra envuelta en un tono de superioridad.
Darina, con sus manos temblorosas y el corazón latiendo con un ritmo desesperado, asintió con frenesí.
—¡Haré lo que sea! Por favor, necesito el dinero, ¡mi madre se está muriendo! —dijo con los ojos centelleantes de desesperación.
La mujer que tenía frente a ella era la representación misma de la elegancia y el poder.
Su vestido de diseñador se ceñía a su cuerpo con perfección, su cabello cuidadosamente arreglado caía en ondas suaves y en su mano relucía un anillo de bodas costoso, el símbolo de una unión que, a simple vista, parecía perfecta.
Con un gesto pausado, la mujer acarició la joya.
Luego, sonrió con frialdad.
—Bien. Si realmente estás dispuesta a hacer cualquier cosa, entonces tengo una propuesta para ti. Si puedes gestar al heredero de la familia Hang… obtendrás un millón de pesos.
Darina sintió cómo su respiración se cortaba. Un escalofrío recorrió su espalda.
—¿Dar a luz a un hijo…?
Por un instante, su mente quedó en blanco.
—¡Yo no me voy a prostituir! —exclamó, horrorizada.
Darina era capaz de todo por su madre, pero, ¿perder su dignidad? ¿Tener intimidad por dinero? Eso era demasiado para su mente, pero, ¿y su madre? ¿Acaso no haría todo por salvar la vida de su amada madre?
Las manos de la joven temblaban, estaba entre la espada y la pared, en una carrera contra el reloj y en una pesadilla interminable.
La mujer soltó una carcajada. No era una risa cualquiera, sino una que helaba la sangre, una burla cruel ante la inocencia de la joven.
—¡Qué puritana eres! —dijo con desdén—. ¿Quién habló de prostitución? No, niña, no necesito que te acuestes con nadie. Lo único que necesito es tu vientre y tus óvulos. Usaremos el esperma de mi esposo y listo.
El mundo de Darina se tambaleó. Su boca se entreabrió, pero no salieron palabras.
—¿Lo entiendes ahora, chica lista? —continuó la mujer, con una sonrisa afilada. Luego, su mirada se oscureció y llevó una mano a su vientre, apretándolo con desesperación—. Yo estoy seca. No puedo concebir. Nunca podré. Pero si consigo un heredero al que pueda llamar hijo… salvaré mi matrimonio.
Un brillo febril iluminó sus ojos.
—Entonces, todos ganamos algo. Mi esposo y yo tendremos un hijo. Y tú, un millón de pesos.
El corazón de Darina se retorció en su pecho.
Era un precio demasiado alto.
Pero pensó en su madre, en los tubos que rodeaban su frágil cuerpo, en las horas agonizantes que pasaba en aquella cama de hospital, el tiempo en su contra, si no conseguía operarla ahora, estaría perdida.
Pensó en la sentencia de muerte que los médicos ya habían dictado sobre su madre y la angustia la ahogó.
Cerró los ojos con fuerza.
No tenía opción.
Con un nudo en la garganta, cayó de rodillas ante la mujer y susurró, sollozando:
—Lo haré. ¡Lo haré! Daré a luz a su heredero, pero por favor, ayúdeme a salvar a mi madre.
La mujer frente a ella sonrió, pidió su teléfono y luego se marchó.
***
La lluvia comenzaba a golpear el pavimento cuando Darina llegó al hospital.
Sus pasos eran apresurados, casi desesperados.
El cielo gris anunciaba tormenta, pero no le importaba.
«Por mi madre haría cualquier cosa», se repetía una y otra vez.
«Incluso si debo vender mi alma al diablo… lo haré. Lo que sea con tal de que sobreviva, con tal de que siga conmigo muchos años más. Por favor, Dios, apiádate de mí… ¡Nunca pensé en la idea de entregar un hijo! Pero… mi madre… ¡Ella es mi madre! Daría incluso mi vida por ella».
Entró a la habitación con el pecho oprimido.
Su madre, pálida como una flor marchita, descansaba en la cama.
La máquina a su lado emitía pitidos monótonos, cada sonido era un recordatorio de su fragilidad.
Darina se acercó con cuidado y tomó su mano.
Los párpados de la mujer se abrieron lentamente, revelando unos ojos cansados pero llenos de amor.
—Está bien, hija… —susurró, con voz rasposa—. No quiero que sufras por mí. Quisiera partir ya…
—¡No! —la interrumpió Darina, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Conseguí el dinero para tu tratamiento! Escúchame, mamá, te vas a poner bien. Vamos a vencer la enfermedad.
Su madre sonrió con ternura y le apretó la mano con suavidad.
Darina pasó la noche en el pequeño sofá de la habitación, observando cada respiración de su madre, velando su sueño como si en ello dependiera su vida.
***
Mientras tanto, en la lujosa mansión de la familia Hang, Alondra cruzó la puerta con el corazón acelerado.
Sabía que la tormenta estaba a punto de desatarse.
Hermes Hang, su esposo, la esperaba en el centro de la sala.
Su mirada azul era un océano congelado, sin rastro de calidez.
Alondra corrió hacia él con una sonrisa y se aferró a su cuello, pero el hombre la apartó con brusquedad.
El latido de la mujer se volvió errático.
—Mi amor… ¿Qué te pasa?
Entonces, sin previo aviso, Hermes la tomó por el cuello y apretó con fuerza.
Los ojos de Alondra se abrieron de par en par, llenos de pánico.
«¡Dios mío, él descubrió el desliz que cometí! ¡No debí ceder ante un deseo pasajero!», pensó desesperada.
—¡Fuiste infiel, Alondra!
Su tono era de puro veneno. Su ira era una bestia descontrolada.
De pronto, la soltó y arrojó un sobre contra ella.
Eran fotos.
Fotos de ella con otro hombre.
Su mundo se vino abajo.
—¡Es mentira! —sollozó, llevándose las manos al pecho—. ¡Me drogaron! Fue tu madrastra… ¡Ella quiere robarnos la herencia! Quiere que sus hijos lo hereden todo, y no tú, ni Rosa. No lo ves, Hermes… ¡Nos está manipulando!
Pero su esposo no se conmovió.
—¿Me engañaste, sí o no?
Alondra tragó saliva. Tembló.
—Fue un error… estaba ebria…
El rostro de Hermes se endureció.
—¡Quiero el divorcio!
Alondra sintió que la tierra bajo sus pies desaparecía.
—¡No, por favor! —suplicó, tomándolo de los brazos—. ¡No puedes dejarme!
Pero él ya estaba por irse.
En un último intento, desesperada, le lanzó su última carta.
—¡Mi amor! Ya conseguí a la mujer que nos ayudará a tener un heredero. La orden de la familia es clara: en un año debes tener un hijo, no importa si es conmigo… o con otra mujer.
La mandíbula de Hermes se tensó.
—¿Qué estás diciendo?
Alondra sonrió con malicia, aun con lágrimas en el rostro.
—Conseguí a la mujer que llevará en su vientre a tu hijo.
El silencio fue sofocante.
Hermes la miró con una expresión de absoluto desprecio.
Cuando llegaron a Nueva York, la emoción en los ojos de Brisa era tan evidente como el cielo despejado sobre Manhattan.Caminaban de la mano por las calles vibrantes, rodeados de edificios que tocaban las nubes, como si cada uno contara una historia diferente. Ella giraba la cabeza a cada paso, admirando las luces, los rascacielos, el bullicio elegante de la gran ciudad.—Esto es… como estar dentro de una película —murmuró con una sonrisa llena de asombro infantil.Helmer no podía dejar de mirarla. Su felicidad era tan contagiosa, tan pura, que le hizo olvidarse por completo del estrés, de todo lo que alguna vez dolió. Solo existía ella, y esa manera suya de emocionarse con cada detalle, como si redescubriera la vida.Después de caminar durante horas, riendo, probando comida callejera y tomándose fotos en cada rincón, regresaron al hotel agotados pero plenos. Helmer la cargó en brazos al entrar a la habitación, como si fuera un tesoro.Ella rio y escondió el rostro en su cuello, sintié
Helmer y Brisa entraron a casa, el suave arrullo de la noche apenas mitigaba el latido frenético de sus corazones. Con el cuidado más exquisito, recostaron a sus pequeñas en las cunas, observando sus rostros angelicales con una ternura que les oprimía el pecho.Las pequeñas, ajenas a las tormentas y la paz que habían precedido este momento, dormían plácidamente.—¡Son tan hermosas! —susurró Helmer, su voz apenas un hilo, cargada de una devoción que Brisa sentía en cada fibra de su ser.Brisa sonrió, una sonrisa genuina dulce. Las dejaron dormir tranquilas.***Luego, se dirigieron a su habitación, el silencio de la casa amplificando el murmullo de sus pensamientos.—Brisa, ven al balcón, mira esto —dijo con una voz que intentaba ser casual, pero que delataba la expectación.Ella lo siguió, el corazón latiéndole con una intriga creciente. Él señaló el cielo nocturno, un lienzo de terciopelo salpicado de estrellas.Brisa escudriñó la oscuridad, buscando algo, cualquier cosa que Helmer q
Azul estaba a punto de cumplir siete meses de embarazo. Su vientre redondeado se movía con pequeños empujoncitos que, aunque a veces eran incómodos, le recordaban que ahí dentro crecía un milagro. Hernán, recostado en el sofá, se recuperaba de su última quimioterapia. Su cuerpo aún estaba débil, pero su espíritu, más fuerte que nunca.La casa era silenciosa, tibia, llena de esperanza. Hernán observaba con calma el techo mientras Azul acomodaba unos cojines. Luego giró el rostro hacia ella y le sonrió con una ternura que le nacía desde lo más profundo del alma.—Estoy curándome —murmuró, más para sí mismo que para ella—. Esta vez lo siento de verdad, Azul. Siento que estoy venciendo.Ella se acercó, le acarició el rostro con dulzura, y se inclinó para que sus labios rozaran su frente.—Lo estás haciendo, amor. Cada día estás más fuerte.Hernán bajó la vista a su vientre. Extendió la mano y lo tocó con reverencia.—Un niño... Es un niño, ¿cierto? —susurró con una emoción contenida.Azul
Finalmente, Rossyn y Alfredo se marcharon.La despedida con Brisa fue dulce, con promesas de verse pronto y abrazos que hablaban del vínculo profundo que habían creado.En tanto, Helmer, con una serenidad nueva en el rostro, preparaba la cena con entusiasmo. Nunca había cortado tomates con tanto esmero ni sazonado la comida con una sonrisa. Brisa merecía todo eso, y más.***Al llegar a casa, Rossyn sentía el corazón agitado. No por el viaje, sino por el secreto que ahora palpitaba en su vientre. Lo sabía. Algo en ella lo gritaba. Aun así, la duda la devoraba. ¿Y si la prueba falló? ¿Y si era solo un falso positivo?Subió la escalera en silencio, acariciando su abdomen apenas abultado por la tensión.De pronto, lo vio: Alfredo, sentado en el sofá, hojeando un libro sin mucho interés.—Alfredo… —dijo, con voz temblorosa.Él levantó la mirada, serio al notar la expresión en su rostro.—¿Qué ocurre, mi amor?Rossyn dio unos pasos hacia él. Sus ojos brillaban con una emoción que apenas pod
Un mes después.El tiempo parecía haberse detenido, pero en realidad, un mes había avanzado sin pausa. Un mes de incertidumbre, de esperanzas frágiles y silencios que lo decían todo.Durante todas las sesiones de quimioterapia, Azul no se movió de al lado de Hernán. Se aferraba a su mano con fuerza, como si con eso pudiera absorber su dolor, arrancárselo del cuerpo y llevárselo consigo.En cada una de esas sillas blancas, en cada sala helada de hospital, ella lo acompañó.Su mirada buscaba la de él con insistencia, tratando de sostenerlo en medio de la tormenta. Le dolía verlo así, tan pálido, tan débil, tan ajeno al Hernán fuerte y arrogante que una vez fue. Pero él… sonreía. No con resignación, sino con fuerza, con una nueva luz en sus ojos. Sonreía como si estuviera renaciendo.Y ella, con los ojos empañados, sentía que lo estaba recuperando.Ella tocaba su vientre, ahora algo los unía, algo les daba fuerza para vivir, y no rendirse.***Al día siguiente.Brisa salió del departament
Cuando Brisa abrió los ojos, por un momento no supo dónde estaba.La luz blanca y fría del techo la cegó unos segundos, y la sensación de sábanas ásperas y un pitido lejano la envolvieron en una atmósfera irreal. Giró lentamente la cabeza, tratando de entender. Respiró hondo. Olor a desinfectante. Silencio estéril.Entonces lo comprendió: estaba en un hospital.Parpadeó con esfuerzo, sintiendo el cuerpo pesado y la mente nublada.El recuerdo apareció como una chispa: Helmer. Su voz. Sus ojos. Su presencia.¿Había estado realmente allí? ¿O solo había sido una alucinación provocada por la fiebre, por el agotamiento o por su desesperada necesidad de que él regresara?—¿Solo fue un sueño…? —susurró con la garganta seca.Antes de que pudiera aclarar sus pensamientos, la puerta se abrió con suavidad.Una doctora joven y de expresión cálida entró en la habitación con una sonrisa amable y una carpeta en mano.—Señorita, vamos a hacerle un ultrasonido para asegurarnos de que su bebé está bien,
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