Justo cuando mis pensamientos daban vueltas sin control, una mano se posó en mi hombro y la voz urgente de mi jefa, Mónica, me sacó de mi ensimismamiento.
"¡Valentina! ¡Por fin te encuentro!" Mónica, que usualmente era la imagen de la compostura, se veía agitada. Su aliento olía a champán, y sus ojos, aunque intentaba disimularlo, delataban que había bebido más de la cuenta. "Tenemos que irnos, ya. Hubo un problema familiar... mi hermana. Es urgente." Su rostro se contorsionó en una mueca de preocupación. "¿Qué pasó?" pregunté, mi mente aún dividida entre la imagen de Alejandro y la nueva urgencia. "No puedo explicarte ahora, mi amor," respondió, con la voz algo arrastrada. "Pero necesito que me lleves. Sabes que yo... he tomado unas copas de más. No puedo conducir, y tú no bebes. Por favor, llévame a casa. Desde allí pido un Uber para ti, ¿sí?” Miré a Mónica, tambaleándose ligeramente, y luego a la dirección donde Alejandro y su tía habían desaparecido. La oportunidad de algo mágico se había esfumado. Asentí, resignada. Mis sueños de una posible llamada se desvanecieron tan rápido como el champán en la copa de Mónica. Era mi realidad la que me jalaba de vuelta: los problemas, las responsabilidades, y la certeza de que mi vida era mucho más mundana que la de los De la Espriella. "Vamos," le dije, tomando su brazo para guiarla entre la multitud. La gala, con todo su brillo, ahora me parecía un espejismo lejano. El camino a casa de Mónica se sintió eterno. La lluvia seguía cayendo sobre Medellín, empapando el parabrisas mientras yo manejaba su camioneta, el estómago aún revuelto por la escena con Tía Beatriz y la pregunta sin respuesta de Alejandro. Mónica, a mi lado, farfullaba sobre su hermana y un "drama que no termina", ajena a mi propio torbellino interior. Su voz era un murmullo lejano mientras mi mente seguía reproduciendo la mano extendida de Alejandro, su mirada de frustración, y la risa seca de su tía. Una vez que dejé a Mónica en su elegante apartamento en El Poblado, tomé un respiro. Ella, con dificultad, logró pedir un Uber para mí. La espera bajo el fuerte aguacero se sintió como una eternidad, cada gota de lluvia replicando el ritmo caótico de mi corazón. Finalmente, el Uber apareció, un Mazda 3 gris. Me metí en el asiento trasero, dejando escapar un suspiro. En cuanto el conductor arrancó, una melodía familiar y melancólica llenó el espacio, una canción que siempre me ponía la piel de gallina. Era "Destino o Casualidad" de Melendi y Ha*Ash.Los dos estaban caminando en el mismo sentidoY no hablo de la dirección errante de sus pasosÉl la miró, ella contestó con un suspiroY el universo conspiró para abrazarlosDos extraños bailando bajo la lunaSe convierten en amantes al compásDe esa extraña melodía que algunos llaman destinoY otros prefieren llamar casualidad. Cada nota, cada verso, resonaba con lo que acababa de vivir. ¿Había sido destino o casualidad ese encuentro con Alejandro? ¿Él, el magnate, y yo, la diseñadora de barrio? La letra hablaba de un amor esquivo, de almas que se buscan y no se encuentran, de la promesa de un "para siempre" que parece inalcanzable. Era la banda sonora perfecta para el desasosiego que sentía. Cerré los ojos, sintiendo el vaivén del auto, intentando borrar la imagen de su tía arrastrando a Alejandro lejos de mí. La música, en lugar de calmarme, intensificaba la sensación de que esa conexión había sido una hermosa y cruel ilusión. Al llegar a mi apartamento en Laureles, el reloj marcaba las doce de la noche. Me quité el vestido, que ahora se sentía como una jaula, y me metí en la ducha. El agua caliente no logró calmar el ardor en mis mejillas ni el nudo en mi garganta. ¿Me llamaría? ¿Realmente quería mi número? ¿O era solo un juego para él, el gran Alejandro De la Espriella, acostumbrado a que todas las mujeres cayeran rendidas a sus pies? Las dudas me carcomían, y la imagen de su mano extendida, esperando un número que nunca di, se repetía una y otra vez en mi cabeza. El amanecer en Medellín, siempre tan prometedor, esa mañana se sintió irónico. El sol asomaba tímidamente entre las montañas, pero para mí, la ciudad se sentía cubierta por una neblina de incertidumbre. Mi teléfono permaneció en silencio. Ni un mensaje, ni una llamada. Nada. Quizá él no se había molestado en buscar mi número, o quizás su tía Beatriz se había encargado de asegurarse de que no lo hiciera. La esperanza que había florecido la noche anterior se marchitaba rápidamente, dejando un sabor amargo en mi boca. La gala, Alejandro, su sonrisa, la tía Beatriz... todo se sentía como un sueño lejano y doloroso.