Valeria era la poderosa Alfa de la manada más temida, una mujer que siempre tuvo el control… hasta que un error la derribó. Descubierta en una traición que puso en jaque todo lo que amaba, fue desterrada sin piedad, marcada por la humillación y la soledad. Pero lo que nadie sabe es que Valeria lleva dentro de sí un secreto aún más grande: está embarazada. Lo que debería ser una bendición se convierte en una condena, porque no sabe quién es el padre — ¿su esposo Alfa, furioso y traicionado, o su amante, el único hombre que la hizo sentir viva? Ahora, desterrada y vulnerable, Valeria debe enfrentarse a sus demonios, a la incertidumbre de la paternidad y a los fantasmas de su pasado. En medio de la oscuridad, encuentra a un nuevo Alfa, un hombre con su propio tormento, que la desafiará y la hará cuestionar todo lo que creía sobre el amor, el poder y la redención.
Leer másNo voy a mentir: ser Alfa es mucho más que un título. Es una carga, una corona de espinas que aprieta cada vez más. Yo lo sabía, lo sentía en la piel y en el alma, pero nunca imaginé que ese mismo poder me traicionaría.
La sala de reuniones brillaba con la elegancia fría que siempre me rodeaba. Paredes de mármol oscuro, un largo mesa de roble pulido donde todos los miembros de la manada se sentaban en sus lugares, esperándome a mí. Yo era la reina, la líder indiscutible, la mujer que dirigía con mano firme cada movimiento, cada decisión, cada vida. Mis ojos recorrían a cada uno de ellos y sentía el peso de sus expectativas, sus lealtades, pero también sus juicios silenciosos.
—Valeria —dijo mi esposo, Luca, desde el extremo opuesto de la mesa. Su voz era profunda, cargada de una autoridad que alguna vez amé, pero que ahora me helaba hasta los huesos.
Él era el Alfa por derecho y por sangre. Mi esposo, mi compañero, y hasta hace poco, mi todo. Pero esa noche, en sus ojos había algo que no había visto antes: una mezcla de dolor, furia y decepción que se clavaba en mí como un puñal.
—Tenemos que hablar —murmuró, y todo el aire en la sala pareció volverse denso.
Intenté mantenerme firme, la imagen perfecta que siempre proyectaba. Pero dentro, el terremoto comenzaba.
Había errores que no podía borrar. No con palabras, no con miradas, y mucho menos con excusas.
Luca sabía.
Había descubierto la verdad que yo había intentado esconder, esa verdad que me arrastraba al abismo: mi infidelidad.
Recordé aquella noche con Marco, mi amante. El hombre que me hacía sentir viva, que me tocaba con la promesa de libertad cuando sentía que la manada y su peso me ahogaban. Nuestro encuentro era un escape, una necesidad, una locura dulce. Pero también un pecado que me costaría todo.
—¿Por qué? —su voz ahora era un filo cortante—. ¿Cómo pudiste? ¿En quién pensabas? ¿En mí, en la manada? —sus ojos brillaban con una rabia que me estremecía.
No tenía respuesta. O mejor dicho, tenía mil respuestas que no quería admitir.
Intenté hablar, pero las palabras se ahogaron en mi garganta.
—Sabemos todo, Valeria —dijo uno de los ancianos de la manada, la voz grave y sin misericordia—. Has roto el juramento más sagrado. La confianza no se restaura con mentiras.
El murmullo creció, y la condena parecía sellarse en el aire.
En ese instante supe que no habría perdón.
La sentencia fue rápida y brutal: destierro. La expulsión de la manada, de la familia, del hogar que había construido con tanto esfuerzo.
Mi mundo se desmoronaba.
Pero antes de irme, sentí una presencia cercana, un peso familiar que me aplastaba aún más: el secreto que llevaba dentro, un secreto que ni Luca ni nadie sabía.
Estaba embarazada.
Lo supe ese día, en medio de la tormenta, con el corazón apretado y la mente nublada.
¿De quién era el hijo? ¿De Luca, mi esposo, con quien había compartido hasta el final? ¿O de Marco, el amante que había robado mis noches y mis suspiros?
No lo sabía, y esa incertidumbre era otra cadena que me ataba.
Salí de la sala sin mirar atrás, dejando el frío castillo que había sido mi reino. El destierro no solo era físico, era el fin de una era, el principio de un infierno personal.
Mientras caminaba hacia la noche, sentí cada paso como una caída más profunda en el abismo.
Pero algo dentro de mí se negaba a morir.
Esta no era la historia que quería contar. No aún.
El Alfa había caído. Pero la mujer seguía en pie.
Y la batalla apenas comenzaba.
Salí de la sala sin mirar atrás, dejando el frío castillo que había sido mi reino. El destierro no solo era físico, era el fin de una era, el principio de un infierno personal.
Mientras caminaba hacia la noche, sentí cada paso como una caída más profunda en el abismo.
Mi pecho se oprimía, el aire parecía más denso, como si el mismo mundo conspirara para aplastarme. No había lágrimas todavía, sólo un nudo que crecía y crecía, enredándose en mis entrañas. La manada, mi manada, me había condenado. No sólo a perder su respeto, sino también a perderlo todo: el honor, el poder, la familia.
El sonido de mis propios pasos era la única compañía que tuve mientras atravesaba el bosque que bordeaba la fortaleza de nuestra manada. Las sombras se alargaban, y la noche parecía abrazarme con su frío indiferente. El viento me susurraba, como burlándose de mi desgracia.
Pensé en Luca. En sus ojos llenos de decepción y rabia. En cómo esas mismas emociones me atravesaron a mí cuando lo sorprendí, en la brecha silenciosa que se abrió entre nosotros desde entonces. ¿Cómo podía un hombre a quien amé tanto, sentir tanto odio hacia mí?
Recordé nuestras últimas semanas juntos. Las discusiones, las miradas esquivas, el silencio pesado que colgaba en el aire. Y también, inevitablemente, a Marco. Su sonrisa audaz, su mano firme y cálida cuando me tocaba, el peligro que representaba para mí y, sin embargo, la única forma de sentirme libre.
¿Cómo pude ser tan tonta? ¿Cómo dejé que el deseo me cegara?
Mis pensamientos fueron interrumpidos por un dolor punzante en mi abdomen. Me llevé las manos al vientre, temblando, sin saber aún qué significaba ese malestar que me había acompañado desde hacía días, pero que ahora parecía querer revelarme una verdad.
Embarazada.
La palabra golpeó mi mente con una fuerza brutal. El fruto de mis errores creciendo dentro de mí, un secreto que llevaba conmigo, oculto y peligroso.
No sabía quién era el padre. El mismo tormento me desgarraba: ¿podía ser de Luca? ¿O de Marco? Había estado con ambos en días cercanos, atrapada en una tormenta de pasión y culpa. Esa duda era un veneno, un golpe doble que me debilitaba.
Pero no podía rendirme. No aún.
El bosque se cerraba a mi alrededor, y sentí el peso de la soledad. La misma que había evitado durante tanto tiempo con encuentros furtivos y promesas vacías. Ahora, sin nadie, tenía que enfrentarla.
Mis dedos rozaron el amuleto que siempre llevaba colgado al cuello, un pequeño recuerdo de mi madre, que solía decir que las mujeres de nuestra manada eran más fuertes que cualquier adversidad. Necesitaba creerlo.
De repente, un ruido me hizo detenerme. Instinto puro, el que había mantenido a mi manada segura durante años. Me escondí entre los árboles, conteniendo la respiración.
Una figura apareció entre la oscuridad. Un hombre. Alto, fuerte, con una mirada que mezclaba dureza y algo que no pude identificar de inmediato.
—¿Quién anda ahí? —pregunté, tratando de que mi voz sonara firme.
Él no respondió de inmediato. Se acercó con calma, pero sin perder esa alerta que tienen los que han vivido entre peligros.
—No busco pelea —dijo, con una voz grave, tan baja que parecía un susurro.
Lo miré fijamente, sin bajar la guardia. Había algo en él que me hizo sentir vulnerable y, a la vez, segura. Un contraste que no entendía.
—¿Qué quieres? —pregunté, con el corazón acelerado.
—Podría hacerte muchas preguntas —respondió—, pero creo que tú tienes más que explicar.
Sentí un escalofrío recorrer mi espalda. ¿Cómo sabía quién era yo? ¿Cómo podía reconocer la caída de una Alfa en el exilio?
No quise mostrar miedo. Me enderecé y, aunque mi voz tembló, dije:
—Soy Valeria, Alfa desterrada de la manada del Norte.
El hombre me observó con detenimiento, como si evaluara si era verdad o una mentira desesperada.
—He oído hablar de ti —dijo finalmente—. Nadie olvida tan fácil a la mujer que cayó más alto.
No pude evitar una sonrisa amarga. Él no tenía idea del tormento que llevaba dentro.
—No busco regresar —añadí—. Sólo quiero sobrevivir.
Entonces, algo cambió en su expresión. Como si de pronto dejara caer una armadura invisible.
—Entonces quizá podamos ayudarnos mutuamente —dijo, con una convicción que me tomó por sorpresa.
Mi mente dio vueltas. ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué sentía que su presencia podía cambiarlo todo, sin saber siquiera su nombre?
Quise preguntar más, pero el cansancio y la incertidumbre me vencieron. La noche me envolvió y, por primera vez desde que fui desterrada, sentí que tal vez no estaba completamente sola.
La tormenta de mi vida había comenzado, y aunque estaba en caída libre, dentro de mí, esa chispa de lucha todavía ardía.
Porque no importa cuánto caiga un Alfa, siempre habrá una forma de levantarse.
Siempre pensé que mi vida era una condena sin redención. Desde que perdí la manada, mi mundo se redujo a sombras y silencios. Creí que estaba condenado a caminar solo, con las cicatrices marcándome la piel y el alma. Hasta que la encontré a ella: Valeria. La Alfa desterrada, envuelta en secretos y dolor, con un fuego en la mirada que ni la traición ni el frío lograban apagar.No fue una decisión fácil ayudarla. En mi instinto, siempre fui protector, pero también desconfiado. Sabía lo que era ser rechazado, pero también entendía que ella cargaba un pasado que podía quemarnos a ambos. Cada vez que la miraba, algo en mí luchaba entre el deseo de protegerla y la necesidad de mantener la guardia alta.—¿Por qué arriesgar tanto por mí? —me preguntó una noche mientras compartíamos el fuego. Sus ojos buscaban respuestas que ni yo tenía claras.Le di una sonrisa amarga, esa que guardaba años de soledad.—Porque también perdí todo —respondí—. Y sé que a veces, cuando caes, lo único que quieres
La noche envolvía el bosque como un manto espeso y frío. Mis pasos eran torpes, cansados, arrastrados por el peso de la incertidumbre y el miedo. No tenía un rumbo claro, solo quería alejarme del pasado, de la manada que me había desterrado, de Luca y de todo lo que alguna vez significó mi vida.La oscuridad parecía querer tragarse cada uno de mis suspiros, pero fue en ese momento, cuando la soledad me abrazaba con más fuerza, que lo vi. Un hombre. De pie entre los árboles, como un guardián sombrío que emergía del silencio. Su presencia era imponente, pero había en él algo diferente, algo que no esperaba encontrar en aquel lugar inhóspito.—¿Quién eres? —mi voz tembló, mitad miedo, mitad desafío.Él no respondió de inmediato. Sus ojos, intensos y oscuros, me estudiaban con una mezcla de curiosidad y cautela. Vi en su mirada un poder distinto, uno que no buscaba dominar con brutalidad, sino con firmeza. Eso me desconcertó.—No suelo encontrar damiselas perdidas en estos bosques —dijo f
El aire aquí no tiene el mismo olor que en la manada. Ni siquiera se siente vivo. Es frío, cortante, seco, como si el mundo me hubiera escupido lejos de todo lo que conocía y amaba. Me duele cada músculo, pero más duele la ausencia de todo lo que una vez me sostuvo: el poder, el respeto, la calidez de las miradas que ya no puedo tener, ni siquiera las que estaban llenas de odio.Camino sin rumbo entre árboles muertos, escuchando el crujir de las ramas bajo mis botas gastadas. La soledad se ha convertido en mi única compañera, una sombra oscura que me envuelve y me susurra que fui yo quien la buscó. Que merezco este destierro. Y a veces, casi logro creerlo.El dolor no es sólo físico. Es una mezcla amarga de culpa, rabia y miedo. Me pregunto si alguna vez podré perdonarme. Si acaso alguien podrá hacerlo. ¿Cómo pude perderlo todo por un instante de debilidad? ¿Por qué mis deseos rompieron mi mundo?A veces, el estómago me revuelve, una náusea que me toma desprevenida y me obliga a deten
No voy a mentir: ser Alfa es mucho más que un título. Es una carga, una corona de espinas que aprieta cada vez más. Yo lo sabía, lo sentía en la piel y en el alma, pero nunca imaginé que ese mismo poder me traicionaría.La sala de reuniones brillaba con la elegancia fría que siempre me rodeaba. Paredes de mármol oscuro, un largo mesa de roble pulido donde todos los miembros de la manada se sentaban en sus lugares, esperándome a mí. Yo era la reina, la líder indiscutible, la mujer que dirigía con mano firme cada movimiento, cada decisión, cada vida. Mis ojos recorrían a cada uno de ellos y sentía el peso de sus expectativas, sus lealtades, pero también sus juicios silenciosos.—Valeria —dijo mi esposo, Luca, desde el extremo opuesto de la mesa. Su voz era profunda, cargada de una autoridad que alguna vez amé, pero que ahora me helaba hasta los huesos.Él era el Alfa por derecho y por sangre. Mi esposo, mi compañero, y hasta hace poco, mi todo. Pero esa noche, en sus ojos había algo que
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