El amanecer se filtraba por la ventana cuando Valeria despertó con aquella ya familiar sensación. El estómago se le revolvió violentamente y apenas tuvo tiempo de correr al baño. Se inclinó sobre el retrete mientras su cuerpo expulsaba la cena de la noche anterior. Las arcadas la dejaron exhausta, con el cuerpo tembloroso y una fina capa de sudor frío cubriéndole la frente.
Cuando terminó, se sentó en el suelo frío, apoyando la espalda contra la pared. Llevó instintivamente una mano a su vientre, aún plano pero que guardaba el secreto más grande de su vida.
—Tienes que calmarte —susurró, sin saber si hablaba con el bebé o consigo misma—. Nos estás delatando.
Habían pasado tres semanas desde su llegada al territorio de Kael. Tres semanas en las que había logrado ocultar su estado, pero cada día se volvía más difícil. Las náuseas matutinas eran solo el principio. Su olfato se había vuelto tan sensible que ciertos olores, como el café que tanto amaba Kael, la hacían salir corriendo. Sus