La lluvia caía implacable sobre el bosque, convirtiendo el suelo en un lodazal traicionero. Valeria se movía con dificultad entre los árboles, su cuerpo empapado y tembloroso. Tres días habían pasado desde su destierro, tres días vagando sin rumbo fijo, alimentándose de bayas silvestres y durmiendo bajo la protección precaria de árboles frondosos.
Esta noche, sin embargo, la tormenta había arreciado con furia, como si el cielo mismo quisiera castigarla por sus pecados. Sus manos protegían instintivamente su vientre mientras avanzaba, buscando desesperadamente un refugio.
—Aguanta un poco más —susurró a la pequeña vida que crecía dentro de ella—. Encontraremos un lugar seguro.
El viento aullaba entre las ramas, mezclándose con los sonidos nocturnos del bosque. Valeria agudizó sus sentidos, percibiendo algo más allá de la tormenta. Un olor diferente, territorial. Estaba adentrándose en tierras ajenas, en el territorio de otra manada.
En su estado actual, era un suicidio. Una loba solitaria, embarazada y debilitada, cruzando fronteras sin permiso. Pero no tenía alternativa; necesitaba refugio o la hipotermia acabaría con ella antes del amanecer.
Un relámpago iluminó el cielo, revelando la silueta de una cabaña a unos cien metros. Valeria aceleró el paso, tropezando con raíces y resbalando en el barro. Cuando finalmente alcanzó el porche de madera, se derrumbó contra la puerta, golpeándola con las pocas fuerzas que le quedaban.
Silencio. Solo el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado.
Volvió a golpear, esta vez con más desesperación.
—Por favor... —su voz apenas un susurro ronco.
La puerta se abrió de golpe, y Valeria cayó hacia adelante, directamente contra un pecho duro como la roca. Unas manos fuertes la sujetaron por los hombros, manteniéndola a distancia.
—¿Qué demonios...? —gruñó una voz profunda.
Valeria alzó la mirada, encontrándose con unos ojos grises como el acero, fríos y calculadores. El hombre que la sostenía era alto, de complexión fuerte, con una barba de varios días enmarcando una mandíbula tensa. Una cicatriz recorría su ceja izquierda hasta perderse en su cabello oscuro.
—Necesito... refugio —logró articular entre temblores.
El hombre la olfateó, un gesto instintivo entre los de su especie. Sus ojos se entrecerraron peligrosamente.
—Alfa —murmuró, reconociendo su rango a pesar de su estado lamentable—. Una Alfa en mis tierras, sin invitación.
Valeria intentó erguirse, un último vestigio de orgullo en medio de su miseria.
—Ex-Alfa —corrigió con amargura—. Solo busco refugio por esta noche. Mañana seguiré mi camino.
El hombre la estudió con intensidad, su mirada deteniéndose brevemente en su vientre. Valeria se tensó, instintivamente protectora.
—¿Sabes dónde estás, loba? —preguntó él, su voz un rumor bajo como trueno distante—. Estas son las tierras de la manada Sombra Gris. Mi territorio.
Un escalofrío recorrió la espalda de Valeria, pero no era de frío. La manada Sombra Gris era conocida por su ferocidad, por no aceptar extraños, por defender sus fronteras con sangre si era necesario. Y estaba frente a su Alfa.
—No represento ninguna amenaza —respondió, intentando que su voz no traicionara su miedo—. Solo soy una mujer buscando no morir congelada esta noche.
Una sonrisa torcida apareció en los labios del hombre.
—¿Una mujer? —repitió con sarcasmo—. Una loba Alfa desterrada y preñada. Eres muchas cosas, pero "solo una mujer" no es una de ellas.
Valeria sintió que las piernas le fallaban. El agotamiento, el hambre y el frío estaban pasando factura. Su visión comenzó a nublarse.
—Por favor... —fue lo último que logró decir antes de que la oscuridad la engullera.
Cuando recuperó la consciencia, lo primero que sintió fue calor. Un fuego crepitaba cerca, y estaba envuelta en mantas ásperas pero secas. Se incorporó lentamente, desorientada.
—Tres días —dijo aquella voz grave desde las sombras—. Tres días has estado inconsciente, con fiebre.
El Alfa de Sombra Gris estaba sentado en un sillón desgastado, observándola con aquellos ojos penetrantes. Sobre una mesa cercana había un cuenco con sopa humeante.
—¿Por qué me ayudaste? —preguntó Valeria, desconfiada.
—¿Por qué no habría de hacerlo? —respondió él, encogiéndose de hombros—. Incluso los monstruos como yo tenemos momentos de debilidad.
Valeria se tensó ante sus palabras.
—No he dicho que seas un monstruo.
—No necesitas decirlo. La reputación de mi manada nos precede —se levantó, acercándose para entregarle el cuenco de sopa—. Come. El cachorro necesita nutrientes.
Valeria tomó el cuenco con manos temblorosas, sorprendida por su preocupación.
—Gracias... —dudó, dándose cuenta de que no sabía su nombre.
—Damián —respondió él, como leyendo sus pensamientos—. Damián Lowell.
—Valeria Rojas —se presentó ella, aunque sospechaba que él ya lo sabía.
—Sé quién eres —confirmó Damián, volviendo a su asiento—. La noticia de tu destierro ha corrido como pólvora entre las manadas. La poderosa Alfa de los Colmillos Rojos, caída en desgracia.
Valeria apretó los dientes, el dolor de la humillación tan fresco como el primer día.
—No necesito tu lástima.
—No la ofrezco —respondió él con dureza—. La lástima es para los débiles, y tú no lo eres. Estás rota, sí. Derrotada, tal vez. Pero no débil.
Sus miradas se encontraron a través de la habitación, evaluándose mutuamente. Había algo en los ojos de Damián, una sombra de reconocimiento, como si viera en ella un reflejo de su propio dolor.
—¿Qué harás cuando te recuperes? —preguntó él.
Valeria bajó la mirada hacia su vientre.
—Sobrevivir —respondió simplemente—. Es lo único que importa ahora.
Damián asintió, comprendiendo.
—Puedes quedarte hasta que estés en condiciones de viajar —ofreció, sorprendiéndola—. Pero no te confundas, Valeria Rojas. Esto no es caridad. En mi territorio, nada es gratis.
—¿Qué quieres a cambio? —preguntó ella, súbitamente alerta.
Una sonrisa enigmática curvó los labios de Damián.
—Ya lo descubriremos —respondió, levantándose para salir de la habitación—. Descansa. Mañana hablaremos.
Cuando la puerta se cerró tras él, Valeria soltó el aliento que no sabía que estaba conteniendo. Había encontrado refugio, sí, pero a qué precio. El Alfa de Sombra Gris era un enigma, un hombre de pocas palabras y mirada intensa que despertaba en ella una inquietante mezcla de temor y curiosidad.
Mientras acariciaba su vientre, Valeria se preguntó si había saltado de las brasas al fuego. Pero por esta noche, al menos, estaba a salvo. Y por ahora, eso tendría que ser suficiente.