El dolor atravesaba su cuerpo como una daga incandescente. Valeria se aferró a las sábanas empapadas en sudor mientras otra contracción la sacudía sin piedad. La tormenta azotaba las ventanas de la cabaña, como si el cielo mismo quisiera participar de aquel momento crucial.
—Respira, Valeria. Profundo —susurró Elena, la curandera de la manada, mientras colocaba paños húmedos sobre su frente—. El bebé está listo para venir.
Valeria intentó asentir, pero otro espasmo la doblegó. Un grito desgarrador escapó de su garganta, resonando contra las paredes de madera. Jamás había sentido tanto dolor, ni siquiera cuando la desterraron, cuando la marcaron como traidora. Este era un dolor diferente, primitivo, ancestral.
—¡Kael! —gritó, buscando desesperadamente la mano de quien ahora era su compañero, su nuevo Alfa, el hombre que había jurado protegerla cuando nadie más lo hizo.
Pero Kael apenas podía mantenerse consciente. Recostado junto a ella, su torso vendado revelaba la gravedad de sus her