La luz del amanecer se filtraba por las cortinas desgastadas de la pequeña habitación que Valeria había alquilado en las afueras del territorio neutral. Sentada en el borde de la cama, sostenía entre sus manos temblorosas la prueba de embarazo que confirmaba lo que su cuerpo ya le había estado susurrando durante semanas. Dos líneas rosadas, claras e innegables.
—Positivo —murmuró, sintiendo cómo la palabra se deslizaba por su garganta como cristales rotos.
Dejó caer la prueba sobre la cama y se llevó ambas manos al vientre. Allí, bajo la piel que una vez había lucido las marcas de su rango como Alfa, crecía una vida. Una vida que debería traer alegría, pero que solo multiplicaba sus miedos.
El espejo frente a ella le devolvía la imagen de una mujer que ya no reconocía. Sus ojos, antes fieros y seguros, ahora estaban rodeados de sombras oscuras. Su cabello negro, antes su orgullo, caía sin vida sobre sus hombros. La Valeria que había liderado con mano firme a la manada más temida del territorio occidental se había desvanecido, dejando en su lugar a una mujer asustada y sola.
—¿De quién eres? —susurró, acariciando su vientre aún plano—. ¿De quién?
Los recuerdos la asaltaron como lobos hambrientos. Cerró los ojos y se vio a sí misma en los brazos de Damián, su esposo, el Alfa con quien había formado una alianza que parecía inquebrantable. Recordó sus manos fuertes, su manera de poseerla como si fuera un territorio más que conquistar. Sexo por deber, por compromiso, por mantener la imagen de pareja Alfa perfecta. Calculó mentalmente. Habían estado juntos tres semanas antes de su destierro, una noche fría en que él había regresado de negociar con la manada del norte. Una noche sin pasión, pero con consecuencias potenciales que ahora la atormentaban.
Luego, como una herida que se niega a cerrar, apareció el rostro de Mateo. Su amante. El beta de una manada aliada, con ojos que la miraban como nadie lo había hecho antes. Con él, había descubierto que el deseo podía ser más que una obligación. Que podía sentir fuego en lugar de hielo. Que podía ser mujer antes que Alfa.
—Mateo... —su nombre escapó de sus labios como una plegaria.
Habían estado juntos apenas cinco días antes de que todo se derrumbara. Un encuentro furtivo en la cabaña del bosque que usaban como refugio. Horas robadas al deber, a la responsabilidad, a la imagen que debía mantener. Horas en que se permitió ser débil, ser vulnerable, ser simplemente Valeria.
Se levantó de la cama y caminó hasta la ventana. El bosque se extendía ante ella, indiferente a su tormento. ¿Cuánto tiempo tenía? Calculó mentalmente. Siete semanas, quizás ocho. Demasiado pronto para que se notara, demasiado tarde para negar la verdad.
—¿Qué voy a hacer? —preguntó al silencio de la habitación.
La respuesta no llegó. En su lugar, sintió una oleada de náuseas que la obligó a correr al baño. Mientras su cuerpo se convulsionaba, su mente seguía atormentándola. Si el bebé era de Damián, significaba que llevaba en su vientre al heredero legítimo de la manada. Un niño o niña que, por derecho de sangre, podría reclamar el liderazgo algún día. Pero si era de Mateo... si era de Mateo, era la prueba viviente de su traición, la confirmación de todo lo que Damián había gritado el día de su destierro.
Cuando las náuseas pasaron, se lavó la cara con agua fría y se miró en el espejo del baño. Una risa amarga escapó de sus labios.
—Mírate, Valeria. La gran Alfa, reducida a esto. Escondida, enferma, asustada.
Pero algo en su reflejo la desafió. Un destello de la mujer que había sido. La que no se rendía, la que no agachaba la cabeza.
—No —dijo con firmeza—. No seré una víctima. No me hundiré en la autocompasión.
Regresó a la habitación y sacó de debajo de la cama la pequeña bolsa donde guardaba el dinero que había logrado llevarse. No era mucho, pero tendría que bastar. Necesitaba un plan. Necesitaba protección. Necesitaba...
Un aullido lejano cortó el hilo de sus pensamientos. Se quedó inmóvil, con todos sus sentidos alerta. Conocía ese aullido. Era el llamado de reconocimiento de la manada de Damián. Estaban cerca. Demasiado cerca.
El pánico la invadió. ¿La habían encontrado? ¿Sabían de su embarazo? ¿Venían a terminar lo que habían empezado el día de su destierro?
Se asomó con cautela por la ventana. A lo lejos, en el límite del bosque, pudo distinguir movimiento. Lobos. Al menos tres. Reconoció a Simón, el beta que había tomado su lugar como mano derecha de Damián. Y junto a él, una figura que hizo que su corazón se detuviera por un instante: Mateo.
—No puede ser —susurró, sintiendo cómo el aire abandonaba sus pulmones.
¿Qué hacía Mateo con ellos? ¿Acaso había sido descubierto también? ¿O peor aún, había sido él quien la había traicionado?
Los recuerdos de su última noche juntos la golpearon con fuerza. Las promesas susurradas, los planes de escapar juntos, de formar su propia manada lejos de las políticas y las alianzas forzadas. "Te amo, Valeria", le había dicho mientras besaba cada centímetro de su piel. "Encontraremos la manera de estar juntos".
Y ahora estaba allí, con los hombres de Damián, rastreándola como a una presa.
Una tercera figura emergió de entre los árboles, y esta vez Valeria tuvo que ahogar un grito. Damián. Su esposo. El Alfa. Caminaba con la seguridad de quien sabe que tiene el control, de quien no teme a nada ni a nadie. Incluso a esa distancia, podía sentir su ira, su determinación.
Se apartó de la ventana y comenzó a recoger sus escasas pertenencias con manos temblorosas. Tenía que huir. Ahora. Antes de que la encontraran. Antes de que descubrieran su secreto.
Mientras metía ropa en una mochila, su mente trabajaba a toda velocidad. ¿Por qué la buscaban? ¿Qué querían de ella? El destierro debería haber sido el final. La habían expulsado, la habían despojado de su rango, de su hogar, de su dignidad. ¿Qué más podían querer?
A menos que...
Se detuvo en seco, con una prenda a medio doblar entre las manos. A menos que supieran del bebé. A menos que Damián sospechara que podría ser suyo y quisiera reclamarlo. O peor aún, eliminar cualquier posibilidad de que un heredero ilegítimo amenazara su posición.
El miedo dio paso a una determinación feroz. Protegería a su bebé. Sin importar de quién fuera. Sin importar lo que tuviera que hacer.
Terminó de empacar y se dirigió a la puerta trasera. Tenía que ser rápida, silenciosa. Aprovechar que aún no habían llegado a la casa. Escapar hacia el este, hacia el territorio neutral donde ninguna manada tenía jurisdicción.
Pero al abrir la puerta, se encontró cara a cara con una figura que no esperaba.
—Hola, Valeria —dijo una voz que conocía demasiado bien.
Ante ella estaba Elena, la hermana de Damián. La mujer que había sido su amiga, su confidente, antes de que todo se derrumbara. Sus ojos, del mismo ámbar intenso que los de su hermano, la miraban con una mezcla de emociones que Valeria no podía descifrar.
—Elena —respondió, tensando cada músculo de su cuerpo, preparándose para luchar o huir—. ¿Has venido a terminar lo que tu hermano empezó?
Elena negó lentamente con la cabeza.
—He venido a advertirte. Damián sabe lo del bebé, Valeria. Y está decidido a reclamarlo... o a asegurarse de que nadie más pueda hacerlo.
El mundo pareció detenerse alrededor de Valeria. Su secreto, su miedo más profundo, había sido descubierto. Y ahora, el tiempo se le acababa.
—¿Cómo...? —comenzó a preguntar, pero Elena la interrumpió.
—No hay tiempo. Están cerca. Muy cerca. Tienes que venir conmigo. Ahora.
Valeria dudó. ¿Podía confiar en Elena? ¿Era una trampa? Pero al mirar hacia el bosque y ver las figuras acercándose, supo que no tenía opción.
Con el corazón latiendo desbocado y una mano protectora sobre su vientre, Valeria dio un paso hacia Elena y hacia un futuro tan incierto como la paternidad del bebé que llevaba dentro.
El pasado no la dejaría en paz. Pero por primera vez desde su destierro, sintió que no estaba completamente sola.