El aire aquí no tiene el mismo olor que en la manada. Ni siquiera se siente vivo. Es frío, cortante, seco, como si el mundo me hubiera escupido lejos de todo lo que conocía y amaba. Me duele cada músculo, pero más duele la ausencia de todo lo que una vez me sostuvo: el poder, el respeto, la calidez de las miradas que ya no puedo tener, ni siquiera las que estaban llenas de odio.
Camino sin rumbo entre árboles muertos, escuchando el crujir de las ramas bajo mis botas gastadas. La soledad se ha convertido en mi única compañera, una sombra oscura que me envuelve y me susurra que fui yo quien la buscó. Que merezco este destierro. Y a veces, casi logro creerlo.
El dolor no es sólo físico. Es una mezcla amarga de culpa, rabia y miedo. Me pregunto si alguna vez podré perdonarme. Si acaso alguien podrá hacerlo. ¿Cómo pude perderlo todo por un instante de debilidad? ¿Por qué mis deseos rompieron mi mundo?
A veces, el estómago me revuelve, una náusea que me toma desprevenida y me obliga a detenerme, a apoyar las manos en las piernas mientras lucho contra el malestar. Cansancio, agotamiento que pesa en mis huesos, aunque apenas haya caminado unos pocos kilómetros. No sé qué es, sólo sé que algo cambia en mí.
Recuerdo momentos felices, absurdos y pequeños: las risas compartidas con Luca en la madrugada, la fuerza de la manada cuando caminábamos juntos, esa sensación de invencibilidad que me hacía sentir en la cima del mundo. Pero esas memorias son como espejos rotos, fragmentos que me lastiman más que me reconfortan.
Luego, los recuerdos que más duelen: la traición. La sombra de mis propias decisiones que se alarga y me persigue. El instante en que crucé la línea, cuando permití que Marco tocara mi piel con la promesa del escape que no podía encontrar en Luca. La mentira que me llevó al precipicio.
Este mundo fuera de la manada es cruel, despiadado. No hay reglas que me protejan, ni voces que me defiendan. Cada paso es una batalla contra el frío, contra la soledad, contra la incertidumbre de un futuro que parece tan oscuro como la noche que me cubre.
En medio de este vacío, me sorprendo llorando, sin lágrimas que realmente caigan, solo un nudo apretado en la garganta y un grito ahogado que nadie escuchará. Miro al horizonte, donde la silueta de la manada desaparece entre las sombras, y siento que no soy más que una sombra también, perdida, rota, despojada de todo lo que era.
Pero incluso en esta oscuridad, una chispa tenue arde dentro de mí, un susurro que me dice que no puedo rendirme. Que aún hay algo por lo que luchar.
El destino me ha golpeado con fuerza, pero todavía me queda la fuerza para levantarme. Aunque no sepa cómo, aunque el camino sea incierto.
Porque ser Alfa no es solo tener poder. Es saber levantarse después de la caída. Y yo todavía no he terminado mi historia.
El destino me ha golpeado con fuerza, pero todavía me queda la fuerza para levantarme. Aunque no sepa cómo, aunque el camino sea incierto.
Siento que mis pies se hunden en la tierra seca, como si la naturaleza misma quisiera retenerme, impedir que me aleje de lo que una vez fue mi mundo. La manada está allá, en la distancia, un lugar que ya no me pertenece, donde ni siquiera el viento me trae su olor. Y yo aquí, sola, envuelta en una capa que no me protege del frío que me cala los huesos ni del vacío que se ha instalado en mi pecho.
Mis pensamientos se arremolinan como tormenta implacable: la culpa, esa verdugo silencioso que no me deja en paz. La rabia, ese fuego interno que me quema y me consume poco a poco. Y el miedo, el peor de todos, porque no sé qué me espera. No sé si alguna vez podré regresar, si la manada me aceptará, si Luca me perdonará.
¿Y si este embarazo cambia todo? ¿Si no soy capaz de proteger a esa vida que crece dentro de mí? Aún no lo sé, pero ya siento sus señales. Pequeñas punzadas, mareos repentinos, una fatiga que no desaparece. Lo único cierto es que mi cuerpo me reclama atención, que mi instinto me dice que tengo que sobrevivir, no sólo por mí, sino por alguien más.
La culpa me visita con frecuencia, pero también lo hace la memoria. Esas noches robadas en las que mi corazón latía en dos direcciones, dividido entre el deber y el deseo. Entre Luca, el hombre que me dio poder y seguridad, y Marco, el que me ofreció fugas fugaces, caricias prohibidas y promesas quebradas.
—¿Qué demonios estabas pensando? —me susurro al viento, con rabia y decepción. Pero no hay respuesta, sólo el eco de mi propia voz que se pierde entre los árboles.
Esta soledad es cruel. No es la misma soledad que sentí cuando era la Reina de la manada, rodeada de miles de ojos que me admiraban o me temían. Esta es la soledad del desterrado, la del exiliado que se arrastra por un mundo que no entiende, que no perdona.
A cada paso, el frío se infiltra en mis huesos y la noche se cierne como un manto oscuro. Mi mente quiere huir, buscar respuestas, encontrar un refugio. Pero sé que nadie me espera. Que no hay lugar para mí más que este exilio impuesto.
Me siento a la orilla de un arroyo, susurrante y helado. El agua refleja mi rostro pálido y cansado, mis ojos rojos por el cansancio y la rabia contenida. Quiero gritar, romper este silencio que me asfixia, pero las palabras mueren en mi garganta.
De repente, un mareo me tumba sobre la hierba húmeda. La náusea regresa con fuerza y el mundo gira a mi alrededor. Cierro los ojos y dejo que el dolor me atraviese, que me recuerde que estoy viva, aunque sólo sea para sufrir.
En ese momento, entre el latido acelerado y el frío que me penetra, pienso en Luca. En sus ojos duros, en la decepción que sentí cuando sus labios pronunciaron las palabras que me condenaron.
—No hay lugar para ti aquí —me dijo, y su voz fue más fría que el hielo.
¿Acaso alguna vez hubo un lugar para mí? ¿O sólo fui una pieza más en un tablero donde el poder lo era todo?
Aún así, no puedo negar que lo amé. Que lo amo. Aunque ahora ese amor esté teñido de traición y dolor.
Mis manos tiemblan mientras acaricio mi vientre, intentando imaginar la vida que crece dentro de mí. No sé si es de Luca o de Marco. La incertidumbre es un puñal que me atraviesa.
Pero este bebé no tiene culpa. No puede cargar con los errores que cometí. Y por eso, aunque el miedo me paralice, una chispa de esperanza se enciende en mi pecho.
Sé que debo ser fuerte. Que debo sobrevivir. Porque aunque el mundo me haya dado la espalda, aunque mi manada me haya desterrado, esta vida que llevo dentro me da una razón para luchar.
Con la primera luz del alba, me levanto. Mi cuerpo sigue débil, pero mi voluntad es de acero.
El camino que tengo por delante es oscuro, lleno de incertidumbres y peligros. Pero también está lleno de posibilidades.
Porque aunque me hayan desterrado, no me han destruido.
Soy Valeria, y esta es mi batalla.