El frío se colaba por cada poro de su piel. Valeria se abrazó a sí misma mientras caminaba sin rumbo por el sendero del bosque. Las ramas secas crujían bajo sus pies, como si la naturaleza misma quisiera delatar su presencia. Tres días habían pasado desde que la expulsaron de la manada, tres días vagando entre la espesura del bosque, tres días en los que el orgullo que una vez la caracterizó se había convertido en cenizas.
La noche anterior había dormido bajo un árbol hueco, acurrucada como un animal herido. Ella, que había tenido el lecho más cómodo de la manada, ahora se conformaba con un puñado de hojas secas como colchón. La ironía era tan amarga que le provocaba náuseas. O quizás no era ironía, sino algo más.
Se detuvo junto a un arroyo. El reflejo que le devolvió el agua era el de una desconocida: ojos hundidos, mejillas pálidas, cabello enmarañado. ¿Dónde había quedado la poderosa Alfa que todos temían y respetaban? Sumergió las manos en el agua helada y bebió con desesperación. El líquido frío alivió momentáneamente la sequedad de su garganta, pero no el vacío que sentía en el pecho.
—Estúpida, mil veces estúpida —murmuró para sí misma, golpeando el agua con rabia, distorsionando su reflejo.
Un mareo repentino la obligó a sentarse sobre una roca. Era el tercero en lo que iba de mañana. Su cuerpo se sentía extraño, como si algo dentro de ella estuviera cambiando. Lo atribuyó al cansancio, a la falta de alimento decente, a la humillación. Cualquier cosa menos la verdad que se gestaba en su vientre.
Cerró los ojos y los recuerdos la asaltaron sin piedad. La mirada de Damián, su esposo, cuando descubrió la traición. Aquellos ojos que tantas veces la habían mirado con admiración y deseo, convertidos en dos pozos de odio y desprecio.
*"¡Eres la vergüenza de esta manada!"* Le había gritado frente a todos. *"¡Tú, que debías ser ejemplo, has manchado nuestro honor!"*
Y luego, el ritual de destierro. Le habían arrancado el collar que la identificaba como Alfa, habían cortado un mechón de su cabello y lo habían quemado frente a ella. La habían despojado de todo: su rango, su hogar, su familia.
Pero lo peor no había sido eso. Lo peor había sido ver a Mateo, su amante, observando todo desde la distancia, sin mover un dedo para defenderla. Él, que le había jurado amor eterno entre susurros y caricias prohibidas, se había quedado inmóvil, protegiendo su posición en la manada.
—Cobarde —escupió la palabra como si fuera veneno.
Un nuevo mareo la sacudió, más intenso que los anteriores. Esta vez vino acompañado de una arcada violenta que la hizo doblarse sobre sí misma. Vomitó lo poco que había comido: algunas bayas silvestres y un trozo de pan duro que había guardado de su último día en la manada.
Cuando el espasmo pasó, se limpió la boca con el dorso de la mano y se dejó caer de espaldas sobre la hierba húmeda. El cielo gris parecía burlarse de ella. ¿Qué sería de ella ahora? Una loba sin manada era una presa fácil. Los territorios circundantes estaban plagados de peligros: otras manadas hostiles, cazadores humanos, depredadores.
Recordó la primera vez que Damián la había nombrado su compañera. La ceremonia bajo la luna llena, los aullidos de celebración, el orgullo en los ojos de todos. Había sido la Alfa más joven en la historia de la manada. Respetada, temida, admirada.
Y luego llegó Mateo, con sus ojos color miel y su sonrisa torcida. Un lobo solitario que se unió a la manada y que despertó en ella sensaciones que creía olvidadas. La pasión prohibida, los encuentros secretos, la adrenalina del engaño.
—¿Por qué? —se preguntó en voz alta, mientras una lágrima solitaria rodaba por su mejilla—. ¿Por qué lo arriesgué todo?
El viento le trajo el aullido lejano de una manada. Su instinto la hizo tensarse. Estaba en territorio ajeno, vulnerable, sola. Se incorporó con dificultad, sintiendo un cansancio que parecía arraigado en sus huesos.
La noche comenzaba a caer y necesitaba encontrar refugio. Caminó durante lo que parecieron horas, hasta que divisó una pequeña cueva entre las rocas. No era mucho, pero serviría para protegerse del frío nocturno.
Dentro de la cueva, acurrucada contra la pared de piedra, Valeria finalmente se permitió lo que no se había permitido en días: llorar. Lloró por lo perdido, por lo que nunca tendría, por la soledad que ahora era su única compañera. Lloró hasta que el agotamiento la venció y se sumió en un sueño intranquilo, plagado de rostros acusadores y manos señalándola.
En la oscuridad de la cueva, con el eco de sus sollozos aún resonando, Valeria no podía imaginar que dentro de ella crecía una nueva vida. Una vida que cambiaría su destino para siempre.