La Marca del Traidor Serena no solo está huyendo; está escapando de la única familia que le quedaba. Su tío, el mismo hombre que asesinó a su padre, ahora la persigue para forzarla a casarse con un hombre cruel que busca destruirla. Él, un hombre de inmenso poder, la ve como una posesión que debe ser controlada para asegurar la herencia de la familia. Sin embargo, su padre, en un acto final de amor, le enseñó todo para sobrevivir: combate, uso de armas y primeros auxilios. Equipada con una casa rodante modificada que transporta cuatro motos todoterreno, Serena es una cazadora, una depredadora que se niega a ser la presa. Pero el destino, en forma de una casa rodante averiada, la detiene en un bosque solitario. Allí, al borde de la muerte, encuentra a **Dante**, el temido jefe de la mafia rusa. Él ha sido traicionado por un líder de la mafia italiana y abandonado en una emboscada mortal. A pesar de que su instinto le grita que se aleje, Serena, con sus habilidades y su fortaleza, decide salvarlo. Lo que comienza como un acto de compasión se transforma en un peligroso juego de poder, pasión y obsesión. Él, un hombre acostumbrado a dominar, ahora debe su vida a una mujer que lo desafía en cada paso. Ella, una mujer solitaria y con la guardia alta, se ve arrastrada a un mundo de intrigas y oscuros secretos, donde su única salida es confiar en el hombre más peligroso que jamás haya conocido. ¿Podrán escapar de sus respectivos pasados y construir una vida juntos, o la oscuridad de la mafia los consumirá a ambos?
Leer másEl motor de mi casa rodante, mi única compañera en esta huida, tosió por última vez antes de rendirse con un gemido metálico. El silencio del bosque me golpeó con la fuerza de un puño. No podía quedarme quieta. La inmovilidad era la muerte. Desde que mi tío asesinó a mi padre y juró que me controlaría para casarme con un hombre perverso, mi vida se había convertido en una carrera contra el tiempo. Cada kilómetro recorrido era un suspiro de libertad, pero cada parada era un recordatorio del peligro que se cernía sobre mí. Mi padre, antes de morir, me había enseñado todo lo que necesitaba para sobrevivir en la calle y en la naturaleza: combate, el uso de armas, mecánica y, sobre todo, primeros auxilios. Esas habilidades, antes un juego entre padre e hija, se habían convertido en mi única esperanza.
Afuera, la noche caía como una cortina de terciopelo. El aire estaba cargado del aroma a pino y tierra mojada, un olor que me recordaba a la soledad y la libertad que tanto anhelaba. Con la linterna en mano, salí a inspeccionar el motor. Los cables estaban fritos y el olor a aceite quemado me revolvió el estómago. Era una trampa. Me detuve en seco, mis oídos, entrenados para el peligro, captaron algo. Un golpe seco. Un gemido ahogado. Mi instinto, el mismo que me había salvado de las garras de mi tío, me gritó que corriera, pero algo en el sonido me obligó a seguir. Me acerqué con sigilo, moviéndome entre la oscuridad de los árboles, con la navaja de mi padre en la mano. El sonido se hizo más claro: el roce de una tela, el arrastre de un cuerpo. Me asomé detrás de un gran roble y, a la luz pálida de la luna, mi sangre se congeló. Un hombre yacía atado a un árbol. El torso, desnudo y cubierto de hematomas, brillaba bajo la luz plateada. Había heridas profundas, cortes que se veían como el trabajo de una navaja, y una de sus piernas estaba doblada en un ángulo antinatural. Sus ojos estaban cerrados, pero incluso en la oscuridad pude ver que su rostro era de una belleza afilada, casi cruel. No era un hombre común. Sus tatuajes, oscuros y elaborados, no eran los de un vagabundo, sino los de un líder. Mientras lo observaba, una voz en mi cabeza me dijo: "Déjalo morir. No es tu problema. La gente como él solo trae problemas. No arriesgues tu vida por un completo desconocido". Pero mi naturaleza, la misma que me llevó a curar a un perro callejero con una pata rota, me hizo sacar mi kit de primeros auxilios. Mi padre, antes de que mi tío lo matara, me había enseñado a ser una superviviente y a usar mis conocimientos, y eso significaba ayudar a los que lo necesitaban, incluso si ese hombre era el mismísimo demonio. Me acerqué a él lentamente. Su olor, una mezcla de sangre, tierra y un perfume masculino muy caro, me invadió. Empecé a examinar sus heridas. Su respiración era superficial, sus pulsaciones débiles. Estaba al borde de la muerte. De repente, sus ojos se abrieron de golpe. Eran de un azul gélido, como el hielo. Sus pupilas me miraron con una intensidad tan feroz que me hizo retroceder. Su voz, un susurro áspero y ronco, rompió el silencio del bosque. "¿Quién eres tú, y por qué no me has dejado morir?"Serena se acomodó en el sillón, con las piernas dobladas bajo una manta. El aire del búnker estaba más pesado de lo normal; no era solo el silencio… era la conciencia de que, por primera vez en mucho tiempo, estaban realmente solos. Sin Iván, sin Mikko, sin nadie que interrumpiera. Solo ella y Dante.Él estaba de pie, apoyado contra la mesa, con los brazos cruzados y esa mirada fija que parecía leerla más de lo que ella quería permitir. Aquella noche sus ojos no eran fríos ni calculadores; había algo más, algo que le quemaba la piel incluso a la distancia.—Es raro —murmuró Serena, rompiendo el silencio—. Estoy acostumbrada a escuchar a Iván y Mikko pelear hasta por quién lava los platos.Dante arqueó una ceja, esbozando una sonrisa casi imperceptible.—No los extrañas tanto como dices.Ella quiso replicar, pero se dio cuenta de que tenía razón. No extrañaba el ruido. Extrañamente, disfrutaba de esa calma, aunque al mismo tiempo le aceleraba el corazón.Dante se acercó despacio, cada
El silencio en el búnker era distinto cuando los demás no estaban. Serena lo notó de inmediato: no había pasos pesados de Iván, ni las bromas de Miko, ni el movimiento constante de los recién llegados. Solo quedaba el eco del propio aire y la tensión invisible que compartía con Dante.Había intentado discutir, pero tanto Iván como Miko habían sido tajantes:—No vas a arriesgarte, Serena. Es mejor que te quedes aquí.Y como si eso no fuera suficiente, habían añadido con una mirada cómplice hacia Dante:—Quédate con ella. No queremos que algo le pase.Serena se cruzó de brazos, exasperada.—Parece que soy una prisionera en mi propio refugio.Dante, apoyado contra la pared, arqueó una ceja con ese gesto cargado de sarcasmo que tanto la sacaba de quicio.—¿Prefieres que te dejen sola? Porque no creo que esa sea mejor idea.Ella rodó los ojos.—No necesito una niñera.Él dio un par de pasos hacia ella, con la calma de un depredador que sabe que ya tiene acorralada a su presa.—No soy tu ni
El sonido metálico de la compuerta resonó en todo el búnker cuando se abrió lentamente. Serena dio un paso al frente, con la respiración agitada pero el corazón encendido de esperanza. Tras ella, una docena de hombres ingresaron uno a uno, cargando mochilas desgastadas, armas ocultas y miradas que hablaban de años en la sombra.Dante permanecía a un costado, observando cada detalle. Había aprendido a desconfiar de todos, pero al ver cómo esos hombres saludaban a Serena con respeto y casi devoción, supo que la lealtad no se compraba ni se fingía.—Aquí estarán seguros —anunció Serena, alzando la voz para que todos la escucharan—. Este lugar fue construido para resistir ataques, para darnos tiempo y espacio.Uno de los hombres, de contextura ancha y mirada dura, se adelantó.—Con todo respeto, muchacha, no confiamos en lugares cerrados. Hemos pasado años moviéndonos como sombras. Encerrarnos otra vez… no será fácil.Serena sostuvo su mirada.—Entiendo lo que dices. Yo misma estuve encer
El taller olía a grasa, metal y recuerdos. Serena estaba de pie en medio de los hombres que habían jurado proteger a su padre hasta el último aliento. Aún le costaba creer que realmente los tenía frente a ella.Ramiro, el de cabello blanco, la miraba con un brillo en los ojos que mezclaba orgullo y melancolía.—No sabes lo que significa para nosotros que hayas venido. Creímos que nunca volveríamos a ver a alguien de tu sangre.Serena tragó saliva, con el corazón apretado.—Yo tampoco pensé que encontraría a alguien que todavía recordara a mi padre con tanta lealtad.Dante, apoyado contra una columna del taller, observaba en silencio. Sus ojos recorrían cada gesto de Serena, notando cómo poco a poco se transformaba frente a esos hombres: de fugitiva a heredera de un legado.—Hay más de nosotros —intervino Julián, un hombre alto y de rostro endurecido por los años—. Algunos se ocultaron en las afueras, otros en la ciudad misma, viviendo bajo nombres falsos. Nunca dejamos de cuidarnos la
El amanecer se filtraba tímido por las rendijas oxidadas del búnker. Serena estaba sentada a la mesa, con una taza de café que Dante le había preparado. No lo decía en voz alta, pero cada pequeño gesto de él hacía que algo en su pecho se estremeciera.Mikko y Iván discutían en voz baja, planeando la mejor manera de moverse sin levantar sospechas.—No podemos presentarnos directamente —dijo Iván, frunciendo el ceño—. Si alguien sospecha de nuestros movimientos, se corre la voz y entonces todo se derrumba antes de empezar.—Pero si seguimos esperando, perderemos más tiempo —respondió Mikko, golpeando la mesa con el puño.Dante, apoyado contra la pared con los brazos cruzados, interrumpió con su tono seco:—Ya tenemos un punto de encuentro. Uno de mis contactos me confirmó que algunos de los viejos hombres de tu padre, Serena, se reúnen de vez en cuando en un taller mecánico en las afueras de la ciudad.Serena alzó la mirada, sorprendida.—¿Un taller?Dante asintió.—Un lugar sencillo, d
El sol apenas se insinuaba por entre los edificios cuando Salvatore golpeó la mesa de la oficina con tanta fuerza que el eco retumbó como un disparo. Frente a él, tres de sus hombres lo observaban en silencio, temerosos de que una palabra equivocada los condenara. —Quiero respuestas, no excusas —gruñó, con la voz ronca por haber pasado la noche sin dormir—. Alguien sacó a Iván y a Mikko de mis manos. Y no fue un ejército… fue una sola persona. Sus ojos, oscuros y brillantes, se clavaron en el más joven de los hombres. Éste tragó saliva, sudando frío bajo esa mirada que parecía atravesar hueso y alma. —Mi señor… las cámaras de la zona muestran una silueta. No pudimos obtener el rostro. —Hizo una pausa, sabiendo que lo que venía podía costarle caro—. Pero es claro que… era una mujer. El silencio que siguió fue sepulcral. La mandíbula de Salvatore se tensó, y un músculo de su cuello palpitó con violencia. —¿Una mujer? —repitió, con un dejo de burla oscura—. ¿Quieren decirme que una
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