La luz tenue de la bombilla de emergencia parpadeaba, proyectando sombras sobre el rostro inerte de Dante. El aire en la caravana era pesado, cargado con el olor metálico de la sangre y el aroma a desinfectante. Mi cuerpo, una masa temblorosa de debilidad y agotamiento, se sentía como si estuviera a punto de colapsar. La pérdida de sangre me había dejado mareada y mi vista, en ocasiones, se nublaba. A pesar de eso, mi mente estaba en alerta máxima, mis ojos, como los de un ciervo, no se apartaban de él.
Sabía que no podía quedarme así. Mis fuerzas se habían agotado y, si iba a tener alguna posibilidad de cambiar la llanta y huir, necesitaba energía. Con un esfuerzo supremo, me arrastré hacia la pequeña cocina. Abro la nevera y saco una barra de chocolate. El dulce sabor del cacao me dio un impulso de energía que me hizo sentir viva de nuevo. Mientras comía, mis ojos se posaron en la placa militar de Dante, su nombre grabado en el metal. Dante Volkov. Un nombre que resonaba con el eco