Tras salvar la vida de Alessandro Galli, Victoria queda atrapada en el mundo de la mafia. Lo que empieza como una deuda la lleva a trabajar en su club nocturno, hasta que Massimo Galli, el implacable jefe de la familia, la toma para sí con un papel tan falso como peligroso: fingir ser su pareja. Sin que ninguno lo imagine, un vínculo nacido en vidas pasadas vuelve a unirlos, empujándolos a repetir una historia de pasión y tragedia. En una mansión que es jaula y trono, rodeada de lujos, enemigos y miradas que queman, Victoria tendrá que sobrevivir a intrigas, celos y a una atracción que podría costarle, otra vez, la vida.
Leer másEn el momento en que lo salvé, debería haber comprendido que la bondad me costaría la vida.
Tendría que haber seguido caminando, eso es lo que no dejo de repetirme cada mañana cuando me levanto y pienso en todo lo que pasó. Si hubiera tenido un poco de cerebro, habría pasado de largo, como hacen todos.
—¿Me estás jodiendo? Te ayudé anoche.
—Mira, no es nada personal. Viste mi cara. Sabes mi nombre. Sabes que estuve en ese callejón, golpeado y débil. Con eso alcanza.
Llovía mucho esa noche, había salido tarde del trabajo con hambre y dolor de cabeza. Una noche horrible, de esas que te hacen pensar en todas las cosas que hiciste mal en tu vida. Tendría que haber tomado el bus directo a casa y comer algo congelado viendo televisión. Pero no hice eso. Siempre termino eligiendo el camino más tonto, aunque sepa que voy a arrepentirme.
Quise acortar camino por el callejón de los artesanos. Era peligroso, todos lo sabían, pero me ahorraba caminar cuatro cuadras y ya no podía más. Quería llegar a casa y comer algo decente, no las papas fritas del bar donde trabajo. Eran casi las once y no había nadie en la calle. Lo último que quería era toparme con un borracho, mucho menos con un muerto. Y al final terminé encontrando algo peor.
Mi hermana siempre me dice que soy demasiado buena para mi propio bien. Demasiado bocona. Ella vive sola con su hija pequeña y yo trato de ayudarla mandándole dinero cuando puedo. No es fácil, el sueldo del bar no da para mucho, pero algo es algo. Cuando puedo animo fiestas infantiles, me disfrazo de princesa de Disney y soporto mocosos gritando y tíos babosos. Me río, hago como que no me importa, pero por dentro me arde tener que humillarme así.
—En mi mundo, la gente que ve cosas que no debe ver, desaparece —me explicó como si fuera lo más normal del mundo—. Es simple: si viste algo que no tenías que ver, te mueres.
—¿Y si no digo nada? Soy una mesera de un bar de cuarta, ¿quién me va a creer?
—No funciona así. Podría matarte ahora. Sería lo más fácil.
—Tiene que haber algo... —balbuceé cerrando los ojos.
Tengo esa manía de hacerme la valiente que sé va terminar matándome algún día.
Por eso cuando escuché ese gemido terrible en vez de quedarme congelada, darme la vuelta e irme, tuve que ir a ver. Era un sonido de dolor, como si alguien se estuviera muriendo. Venía de atrás de los contenedores de basura.
—¿Hay alguien ahí? —pregunté bajito, sintiéndome como una idiota. La voz me temblaba, como si yo fuera la que estaba por morir.
Me acerqué despacio. Entre los contenedores había un hombre tirado, todo golpeado. Tenía la cara destrozada, sangre seca desde la nariz hasta el cuello, la camisa rota. Parecía muerto. Respiraba muy mal, como ahogándose con su propia sangre. El sonido era tan feo que me revolvió el estómago.
—Dios mío —dije. Y por un segundo recé de verdad, aunque hacía años que no creía en nada.
El tipo abrió los ojos con mucho esfuerzo y me miró. Tenía ojos verdes, aunque uno estaba casi cerrado por los golpes. Sentí un escalofrío, como si esos ojos me hubieran elegido a mí.
—Voy a llamar una ambulancia —le dije, buscando el teléfono. Me temblaban las manos tanto que casi lo tiro.
—No —me dijo con voz ronca—. Nada de ambulancias.
—Pero usted está muy mal...
—Por favor —insistió, tratando de sentarse y haciendo gestos de dolor—. Sin ambulancias. Sin policía.
Ahí me di cuenta de que algo raro pasaba. Pero me quedé igual. La parte imbécil de mí no sabía cuándo largar todo y salir corriendo.
—Bueno —le dije—. Pero déjeme ayudarlo.
Lo agarré del hombro y lo ayudé a pararse. Pesaba mucho y casi nos caemos los dos. Olía a sangre, transpiración y un perfume caro. Parecía alguien con plata, pero estaba tirado en un callejón como cualquier vago.
—¿Cómo se llama? —le pregunté mientras lo ayudaba a caminar.
—Alessandro Galli —me dijo—. Mucho gusto.
Se me cayó el alma al piso. Un Galli. Uno de esos mafiosos que manejan toda la ciudad como si fuera de ellos. Están en todos lados: construcción, transporte, negocios, prostíbulos. Todo el mundo les tiene miedo o les debe algo. Y yo acababa de encontrar a uno. Qué suerte la mía.
Cuando era chica siempre escuchaba a los grandes hablar de los Galli en voz baja. Nadie se animaba a decir sus nombres fuerte. Una vez vi a uno en el mercado, un tipo grande con traje caro. Mi mamá me agarró del brazo y nos fuimos corriendo. "No los mires", me dijo, "para nosotros no existen". La vida tiene esas ironías.
Y ahora estaba sentada en el bar de Alessandro, el Dollhouse, mientras él tomaba whisky como si casi se hubiera estado muriendo la noche anterior.
Se paró y caminó hacia mí. Me levantó la cara con el dedo, obligándome a mirarlo.
—Podemos arreglarlo de otra forma —sonrió.
—No me voy a acostar contigo.
Me miró unos segundos, parpadeó dos veces y se empezó a reír. Una risa fea, cortante, horrible.
—No eres mi tipo, muñeca —dijo cuando paró de reírse—. Pero tienes coraje, eso me gusta. A pesar de que estás a punto de morir... digamos que se me ocurre una idea para que te salves.
Estaba loca, desafiando a un mafioso como si no me importara nada. Pero así soy yo: tengo una boca grande y orgullosa que siempre me trae problemas.
—Te voy a dar una chance —siguió Alessandro—. Soy dueño de este club muy especial. ¿Dijiste que eras mesera?
—Sí —contesté casi sin voz.
—¿Cómo te llamas?
—Victoria.
—Perfecto. Siete noches. Vas a trabajar aquí, en mi club, bailando. Después de eso, tu deuda está pagada y me olvido de que existes.
—¿Bailar? ¿Bailar cómo? No sé bailar.
—Vas a aprender —dijo, volviendo a sentarse—. O te vas a morir. Tú eliges.
El Dollhouse. Un lugar del centro donde las chicas se desnudan para tipos con más plata que cerebro. Donde los Galli lavan su dinero sucio mientras se divierten mirando carne fresca.
—Estás enfermo —le escupí.
—Y tú estás viva. Por ahora —hizo un gesto con la mano—. Una semana, nena. Siete días y después te olvidas de mi cara y yo me olvido de la tuya.
—¿Y si no acepto?
—Dejas de ser mi problema —dijo, y la mano se le fue hacia la chaqueta donde tenía el arma.
Cerré los ojos. Pensé en mi apartamento chico, en las cuentas que tenía que pagar, en mi hermana que estaba sola con su nena de ocho años y necesitaba que le mandara plata todos los meses. Pensé en todo lo que no iba a poder hacer si terminaba muerta en este bar.
—Una semana —murmuré.
—Excelente, muñeca. Mañana a las ocho de la noche. Pregunta por Tino en la entrada, él te va a explicar todo —se dio vuelta para irse y después se frenó—. Ah, y nena... ni se te ocurra no venir. No me gusta perder el tiempo.
Salí de ese lugar y me fui caminando bajo la lluvia, como si no acabara de arruinar mi vida. Recién cuando llegué a la esquina empecé a temblar. La gente me miraba raro, seguramente pensando que era una loca que anda hablando sola por la calle. Si supieran.
Llegué a la puerta de mi apartamento chorreando agua por todo el pasillo. Los Fernández de al lado pusieron la televisión más fuerte, como siempre que hay ruido.
Me senté en el borde de la cama sin cambiarme la ropa mojada. Tenía que llamar a mi hermana, contarle que no le iba a poder mandar plata este mes. ¿Cómo le explicaba que me había metido en un lío con la mafia por ser una idiota con buen corazón?
Hablamos diez minutos de tonterías. De los trabajos, de si la nena se estaba adaptando a la escuela, de lo caro que estaba todo. Cosas normales de hermanas normales que tienen vidas normales. Cuando cortamos me puse a llorar agarrándome la cabeza.
Una semana en el Dollhouse. Siete días sacándome la ropa para tipos como Alessandro Galli.
Eso o terminar muerta. Pero si hubiera sabido lo que realmente iba a suceder, definitivamente no habría aceptado.
La vida pasaba como algo que no tenía sentido. Entendí la letra de esa canción. Mi hijo crecía, Isabella no quiso dejarnos, Alessandro volvía despacio a su rutina. Los negocios también se estabilizaron. Todo parecía ir viento en popa, como quien dice. Pero había algo que me seguía picando, aunque no sabía qué era.Lo sentía en la punta de los dedos todos los días.Hasta que Alessandro apareció con un montón de papeles y todo comenzó a cerrarme. Una de las cosas que él dispuso para nuestra seguridad fue rastrear cada llamada, cada video de vigilancia desde mucho antes de que Massimo muriera. Como una especie de inventario.—Tienes que ver esto —dijo, entrando en el despacho y lanzando la pila de papeles sobre la mesa.—¿Qué son?Los miraba pero no entendía, eran números, días, horarios.—Ese es el registro de las llamadas telefónicas que salieron de esta casa —me explicó señalando una columna—. Estos son los días y estos los horarios. ¿Ves algo raro?Observé más, cada una de esas línea
Voy a tener un hermano.Victoria me lo dijo y me explicó lo que significaba, lloré con ella. Le dije que era un regalo de papá, pero mentí. No es un regalo. Es lo peor que podía pasar ahora. Porque él no va a conocer a su hijo. Va a nacer en un mundo donde Massimo Galli ya no existe. Y es mi culpa.Todo es mi culpa. Si yo no hubiera sido tan estúpida con Johnny, si no hubiera mandado esas fotos. Con eso empezó todo y por eso papá está muerto. No puedo mirar el celular sin pensar en eso. Cada vez que vibra me acuerdo. Cada vez que lo agarro siento que todavía podría borrar todo y que nada habría pasado.Anoche no pude dormir. Me la pasé pensando en el bebé, en cómo va a ser. Si va a tener los ojos como él y como yo. Si va a tener esa forma de fruncir el ceño cuando está concentrado. Si va a heredar la sonrisa que tenía cuando me abrazaba después de las pesadillas.Pero también pensé en todo lo que no va a tener. No lo va a tener esperándolo cuando nazca. No va a tener esas manos enorme
Alessandro.Victoria no volvió a hacer la misma desde la muerte de Massimo. La escuchaba desde mi cuarto, me había mudado a la casa principal, para poder cuidarlas, pero en las noches escuchaba, llantos ahogados detrás de la puerta. No eran sollozos largos, eran gemidos cortos, reprimidos, como si intentara arrancarse la voz de la garganta para que nadie la descubriera. Nunca entré.Nunca toqué la puerta. Porque ese dolor era suyo, igual que el mío era mío. Ella había perdido a su amor; yo, a mi hermano. La guerra nos había sacado algo a todos, pero a ella le había robado el alma y el rencor se la estaba comiendo.No la reconocía. La mujer que Massimo había traído a la casa por un capricho, la que se reía de mis chistes idiotas, ya no estaba. Esa mujer murió con él en el muelle. La que quedaba ahora era otra: fría, dura, capaz de sostener la mirada a cualquier capo y hacer que bajara los ojos.Porque todos vinieron, a darle su pésame, a desfilar como ratas buscando olor a muerte. Se d
Isabella deambulaba por los pasillos como un fantasma, otro más. Compartíamos el mismo dolor, pero distinto. No podía imaginarme lo que sentía, Massimo había sido todo su mundo. Tenía que obligarla a desayunar, a comer, a vivir.Una tarde, la encontré en el jardín, mirando el césped empapado sin parpadear.—Isabella.No me respondió.—Necesitas intentarlo, al menos un poco. ¿Sí?—¿Intentar qué? ¿Para qué?Me mordí el labio.—Para vivir.Soltó una risa seca y amarga.—Papá se murió por mi culpa, fue mi culpa Victoria.Yo me sentía igual, yo creía lo mismo. Massimo se metió en todo eso porque no le conté a tiempo, porque no le advertí. No sabía qué decirle. Tenía tanta rabia. La abracé, por más que ella no se movió, y le susurré al oído:—No fue tu culpa, tu padre dio su vida para salvarte. Sabes que lo hubiera hecho como fuera, nada lo iba a detener. Si tú también te mueres ¿de qué sirvió?—No me importa nada si papá no está.No aguanté más, llevaba días tragándome el dolor. Ni siquier
Comenzó a llover justo antes de que llegáramos al cementerio.Una tormenta. El cielo podía decir lo que yo sentía por dentro. Eso era mi alma: una mierda negra que se mezclaba, se abría y gritaba. ¿Qué era? ¿La viuda? No era nada, ni siquiera un cascarón vacío, nada.No podía dejar de mirar el ataúd. No podía. Todo lo que había adentro eran cenizas, restos quemados, partes que nadie me describió. Lo que había quedado de Massimo, de ese hombre grande, que parecía de acero, que me abrazaba por las noches. Que me miraba y me desnudaba.Quería flaquear, romperme, morirme con él. Pero la tenía a Isabella pegada a mí. Había salido del hospital un día antes, mandando a la mierda a todos los médicos que le decían que aún tenía que recuperarse.—¡Se murió mi papá! ¡Me importan un carajo sus consejos! —les gritó.Estábamos tomadas de la mano. Por eso no me hundía del todo, porque ella me necesitaba. Se la apreté fuerte y me miró igual de muerta que eso que estaba en el ataúd. Eso, porque no era
Tres días pegada a esta silla de mierda y el reloj del pasillo no paraba de hacer ruido. Cada tic-tac me tenía al borde de la locura. No había dormido más que unos minutos acá y allá, siempre con un ojo abierto, vigilando.Me dolían las manos. Los nudillos hinchados, abiertos, no solo por los golpes contra la pared esa noche. También de tanto apretarlas, de tanto rezar a un Dios en el que ni siquiera creía. Pero qué más podía hacer.Las enfermeras pasaban cada dos horas. Siempre la misma rutina: revisar el suero, mirar los aparatos, anotaciones en esa tablilla. Entraban, hacían lo suyo y se iban rápido. Ni me hablaban.Isabella no se movía. Estaba tan quieta entre todos esos tubos y cables. Cada dos minutos me inclinaba a buscarle algo, lo que fuera. Un parpadeo, un suspiro. Cualquier señal de que no me había quedado sola.Tenía la boca seca de tanto café malo de máquina. El estómago me rugía, pero no tenía hambre. Solo una sensación extraña. Estaba esperando que me dijeran algo horri
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